Corral. Un puerto con historia de pueblo originario, conquistadores e inmigrantes.

Historia de Corral

ANTECEDENTES HISTORICOS DE LA BAHÍA DE CORRAL.

 

 

La dominación Holandesa de 1643.

 

 

Planes de los Príncipes de Orange y de Nassau y expedición de Brower a Valdivia.

 

Desde que Felipe II inicio la lucha por restablecer la unidad religiosa en Flandes, el mundo contemplo una interminable guerra  entre dos colosos casi iguales en poder. La superioridad española se estrello contra la tenacidad flamenca, que al no poder vencer a su enemigo en las batallas, aniquilaba en sus dominios la riqueza que lo mantenía y sacaba de su plan estratégico, concebido en estos términos, ventaja que ayudaban poderosamente a su liberación.

 

Holanda determino establecerse en América, logrando conquistar parte

Del Brasil y concibió enseguida la idea de tomar posesiones estratégicas en él pacifico para asestar definitivamente el golpe de gracia al corazón de la riqueza americana, el virreinato del Perú. Mientras esperaba la oportunidad precisa para poner en practica estos planes, inicio una campaña destinada a actualizar el tema, tentando a los corsarios a embarcarse en la empresa y fijando su atención en el sur de Chile, abandonado desde la destrucción de las siete ciudades.

 

Los cronistas Holandeses, al narrar la geografía americana se pusieron a describir “muy de espacio”  el reino de Chile, trampolín que permitiría el acceso al Perú y dentro de él, en especial, Valdivia, “ la preciosidad inestimable de sus riquezas en minas, metales, piedras, aguas y arenas, donde apenas hay  río, apenas monte que no albee, y  que no cubra granos y pepitas de oro, calificando a esta Región por la mas rica de las Indias”. Narrando su trágico fin y “rematando

        

La propaganda surtió efecto y comenzó el corso a fustigar el comercio español. Después de algunos fracasos y aprovechando las circunstancias por que pasaba España, en guerra con Francia, Cataluña y Portugal, “juzgando el Príncipe de Orange y Diputados de aquellas Provincias, que la importancia de la Empresa era digna de mayor empeño, que de un particular, la hicieron causa publica y común con mayor aparato y prevención, como destinada a mayores fines en aumento de Holanda, daño de España y ruina de la Religión Católica”.

 

El almirante Enrique Brower, gobernador general de las Indias  Orientales, fue el alma de la empresa y confecciono un plan para adueñarse de Valdivia, el que aprobado en la Compañía Holandesa de las Indias, dio forma a la expedición que habría de comandar el mismo, no obstante su alta posición  y lo avanzado de su edad.

 

 

Partió desde Texel  a Pernambuco, con tres naves muy bien equipadas, el 6 de noviembre de 1642, a recibir las ultimas instrucciones de parte del príncipe Mauricio de Nassau, gobernador de los establecimientos

Holandeses del Brasil, quien después  de aprobar con entusiasmo el plan, le facilito dos barcos, refuerzos hasta enterar trescientos cincuenta hombres de desembarco, oficiales y suficientes municiones y bastimentos.

 

El plan inmediato consistía en obtener de los indios el secreto de los ricos lavaderos de oro, “siendo este en realidad, el objetivo principal de nuestro viaje”, explorar las costas induciendo a los naturales a proseguir su guerra contra los españoles y tratar de financiar la expedición remitiendo de inmediato salitre, tintas de teñir y vicuñas para implantar esta especie en Brasil y abaratar la lana. Los fines lejanos, ya sabemos, eran crear la base militar para  preparar  la agresión al Perú.

 

 

En abril de 1643 la expedición avistaba las costas de Chiloé y después de explorarlas y fundar la bahía de Brower, libro el primer combate con españoles. El 20 de mayo destruyeron el fuerte de Carelmapu y el 5 de junio saquearon la ciudad de Castro, abandonada por sus habitantes que, espantados ante su fuerza, huyeron  al interior acarreando cuanto consideraron útil.

  

Informados del estado del sur, por la anciana española Luisa Pizarro, que lograron coger como cautiva, decidieron dirigirse directamente  a Valdivia, esperando previamente la llegada de la primavera en Puerto Ingles.       

 

 Muerte del almirante Brower y llegada de la escuadra Holandesa.                                                                

Un acontecimiento desgraciado vendría a poner en peligro el éxito que hasta entonces aseguraba la expedición. El 7 de agosto de 1643, con su salud quebrantada y víctima de la crudeza del clima, moría el almirante Enrique Brower, manifestando antes el deseo ferviente de que su cuerpo fuese enterrado en Valdivia la meta de sus deseos y ambiciones.

 

El 18 del mismo mes, con la solemnidad requerida, fue abierta la carta en que el príncipe  Mauricio de Nassau, previniendo el fin del heroico jefe, le designaba su reemplazante. El agraciado resulto ser Elías Herckmans, ex gobernador de Parahiba, quien, después de embalsamar el cadáver de su antecesor, leva anclas el 21 de agosto con sus cuatro naves.

                  

El 24 de agosto de 1643 la escuadra holandesa llegaba a la boca del Valdivia y trataba de remontarlo para ganar la ciudad, chocando antes con todos los obstáculos que la ignorancia de la navegación  fluvial podía presentarles. Los enormes galeones, al tratar de surcarlo, sufrieron toda clase de desperfectos; usando el llamado Torno de Galeones encallo uno  en Un bajo de lajas, en tales condiciones, que hubo de desmantelarse. Finalmente, dos naves lograron llegar a las ruinas de la ciudad el día 28, siendo recibidas con gran algazara por los indígenas que la ocupaban. Estos, Rodeándolos con sus piraguas, sin disimular su curiosidad no dominar su codicia, se subieron a los barcos robándoles descaradamente todos los objetos de hierro que podían arrancar, sin librarse de este saqueo hasta la misma brújula que extrajeron de la bitácora.  Los atónitos  holandeses se limitaron a comentar en su diario  que cada vez que subían a bordo era necesario guardar todo lo que podían llevarse.

 

 

El 29 del mismo mes, Elías Herckmans saludó al cacique de Valdivia,  presentándoles con todos los honores las cartas del príncipe de Ornare.  Los aborígenes, con sincero aburrimiento escucharon los ampulosos discursos en los cuales se les exhortaba ingenuamente a la guerra contra la monarquía española, pidiéndoles su alianza para tan alto fin y haciendo alarde de la entrañable amistad que los unía. Sin alcanzar apenas a entender estos conceptos que les volvian a la actualidad el antiguo tema de la guerra, desaparecida hacía cuarenta años de la comarca, sólo reaccionaron entusiastamente en el momento en que fueron repartidos los obsequios.

 

               

El 3 de septiembre se celebró un gran parlamento con asistencia de elevado número de indios y en él se discutieron las bases de la alianza. Los naturales, cuya codicia se despertaba vívidamente ante el ofrecimiento de armas, aceptaron estas condiciones ayudarlas  a levantar el fuerte y suministrar provisiones. Una vez preparados, marcharían ambos  ejércitos hacia el norte y derrotarían definitivamente a los españoles, sus comunes enemigos.

 

Fin de los establecimientos Holandeses en Valdivia.

 

Con la solemnidad que permitían las  circunstancias, el 16 de septiembre fue enterrado en las ruinas de la antigua ciudad, el cadáver  de Brower, cumpliéndose así la firme voluntad del anciano almirante que creyó ver en la conquista de Valdivia mayor gloria para su patria.

 

Con la cooperación hasta entonces entusiasta de los naturales, empezó la construcción  de la fortaleza. Se ubico ésta “a orillas de su caudaloso río que le hace espaldas” MEMORIA DEL VIRREY DEL PERÚ. TOMO I.

               

 

Construyeron también en la isla de San Francisco, en el frente de la Mota, unos hornos, que figuran en el plano de Valdivia, levantados en tiempo de Amat.

 

Hasta ese momento los sucesos auguraban el más completo éxito a los establecimientos de Holanda en Valdivia y, seducido por los hechos que veía, Elías Herkmans notificó de inmediato al príncipe Mauricio, enviando en comisión a Pernambuco al capitán  Elbert Crispinjnsen. Se le proponía a la vez  al príncipe el envío de unos doce barcos y ochocientos hombres convenientemente armados para afianzar la colonia, los que con la ayuda de los naturales quedarían  en condiciones de cumplir los anhelados fines de atacar a los españoles. Partió Crispjnsen el 25 de septiembre y al despedirse de Herckmans la idea del triunfo halagaba fuertemente sus corazones.

 

En pocos días cambió el giro de los acontecimientos, desviando el desenlace del drama hacia un inesperado fin.

 

Tan pronto como los Holandeses se sintieron instalados, comenzaron a preocuparse de aquel que llamaran “objetivo principal” del viaje: Para los Naturales, que tan ingratos recuerdos conservaban de los que anteriormente habían demostrado análogo interés y que tan duramente los habían oprimido por esta causa y al ver que empezaban a fortificarse, no les cupo duda acerca de sus intenciones; todos, al final de cuentas, eran blancos, vestían  iguales y en consecuencia, no podía  esperarse  nada bueno de ellos. La sencilla psicología de los naturales les impedía  comprender que los Holandeses y españoles fuesen enemigos entre sí y después  de consultarse acerca de lo que convenía  hacer, negaron por de pronto la existencia de los lavaderos y enseguida comenzaron a disminuir las provisiones, alegando que ellos mismos padecían gran  escasez de ellas.

 

Herckmans comenzó a notar el sutil cambio que se experimentaba, pero por un tiempo no quiso preocuparse de nada desagradable, haciendo la vista gorda y no permitiendo que se tocara el punto en las conversaciones, a pesar de las denuncias hechas por el intérprete Español Antonio Sánchez Jinés.

 

No pensaron lo mismo los Indios, que la ver la pesadez con que se mantenían los intrusos, después de mermar notablemente las provisiones, los incitaron a partir de inmediato  a aplastar una concentración Española supuestamente reunida cerca de Imperial: Informado Herckmans de que todo era un plan para ultimarlos y sin poderse sustraer por más tiempo a la evidencia de la actitud hostil de los naturales, determinó rápidas medidas. El 15 de octubre reunió una junta de oficiales, donde fue firmada una carta que exponía las razones que obligaban a abandonar la colonia, aduciendo en ella que “La escasez de provisiones, así como el insuficiente socorro que habían  recibido de los Chilenos, la negativa de éstos para trabajar las minas, hacían indispensable la vuelta al Brasil con los víveres que quedaban, para poder acelerar el envío de los refuerzos necesarios para asegurar la Conquista”. Herckmans se abstuvo de tomar represalias contra los naturales, abrigando tal vez seriamente la esperanza de la posible vuelta e hizo llamar a los Caciques principales, entre ellos a los representantes de don Juan Manqueante, de Mariquina y les comunicó su decisión. Haciendo alarde del pesar  que para ellos significaba esta abandono, los naturales dieron nuevamente muestra de su astucia, haciéndose los sordos a las amonestaciones indirectas con que Herckmans se refirió a su traición. Después de ejecutar a los desertores, fueron repartidas a los indios toda clase de armas viejas, cotas de malla y morriones, tanto para recibir en cambio algunas provisiones, como para que fueran algún día usadas “con perjuicio de los españoles”.

     

El 28 de octubre los barcos se hicieron a la vela, dejando escasos recuerdos de su efímero tránsito por Valdivia. Llegaron a Pernambuco tres semanas después de Crispinjnsen. Toda la responsabilidad del fracaso se hizo recaer en Herckmans, que murió tiempo después amargado por la incomprensión.

 

Se cerró así un interesante capítulo de la Historia de Valdivia, cuyas consecuencias, en caso de haber prosperado los Planes de Holanda, como temían las autoridades de la época, habrían hecho variar completamente el curso de la historia patria.

 

LA DOMINACION ESPAÑOLA

 

Importancia estratégica de Valdivia en el siglo XVIL. La Repoblación hasta la Independencia.

 

 

         Hemos visto como con la destrucción de Valdivia de 1599 quedo abierta a los corsarios holandeses la mejor bahía del Pacifico Sur y como Alonso de Ribera, previniendo su ocupación, fundo el fuerte de la Trinidad, en las mismas ruinas de la ciudad. Vimos tambien como por las necesidades del momento fue necesario despoblar este fuerte y consiguientemente como quedo nuevamente abierto el puerto audaz que quisiera tomarlo.

 

Desde entonces, su recuperacion fue el deseo unánime de todas las autoridades españolas. Como la empresa demandaba muchos dineros y estos estaban distraídos en la campaña de  Araujo  y el peligro de ocupación era mas o menos lejano, se fue postergando la realización del proyecto en espera de mejores tiempos para ejecutarlo.  El gobernador de Chile don Pedro Osores de Ulloa, desde 1620, escribió en repetidas coacciones sobre ello al soberano y el oidor don Luis Merlo de la Fuente informo, por encargo de este, al virrey  Conde de Chinchon  en 1636. Finalmente, don Francisco Laso de la Vega elabora un plan para arreglar las cosas por el camino más viable y también lo presento al rey, quien lo aprobó bastante entusiasmado, pero con la condición de que fuera financiado con las cajas de Chile y Perú. Esta vez el Conde de Chinchón, si bien previa la ocupación holandesa, no la miraba con el temor con que Laso de la Vega, pensando con inteligencia que la alianza huilliche-holandes prosperaría y que “a la vuelta de pocos idas, se degollarían con mas entusiasmo que mapuches y españoles”.

 

Laso  de la Vega hizo una última tentativa para salvar su plan, reuniendo un cabildo abierto en la Catedral de Santiago y tratando de interesar en él a sus vecinos, los que también si bien lo acogieron no pudieron realizarlo por la escasez de recursos.

  

 

Con la noticia de la ocupación de Valdivia por los holandeses, transmitida desde Chiloé por el corregidor don Fernando de Alvarado,  sobrevino en Chile y Perú la más alarmante consternación que se registrara hasta entonces y con increíble fidelidad todos divisaban la caída de Chile junto con la del Perú, con el consiguiente “aumento de Holanda. Daño de España y ruina de la Religión Católica”.

 

En esta época, aprovechando el desconcierto, el mercenario fray Francisco Ponce de León  imprimió en Madrid en 1644, una “Descripción del Reino de Chile, sus puertos, caletas y sitio de Valdivia, con algunos discursos para mayor defensa, conquista y duración”, con la que pretendió obtener del rey dada la actualidad del tema, cuando menos una prelacia.

 

 

Se preparó la mayor escuadra que hasta entonces vieran las aguas del Pacífico y desde esa época y por el resto de la denominación española y aun hasta la independencia, Valdivia sería “ la envidia de las naciones extranjeras” y “ la plaza más principal, llave de todo el Reino y de donde depende toda su conservación”.

 

Reacción española ante la ocupación holandesa 

 

El barco que llegó desde Chiloé trayendo noticias de la invasión holandesa, traía también un marinero capturado que confesó los planes de la expedición, que como sabemos, eran los mismos que suponían los españoles. Un segundo aviso desde la misma isla puso en conocimiento de las autoridades centrales la ocupación de Valdivia. Esto hizo nuevamente subir de punto la alarma general y se arbitraron medidas desatinadas y sin ninguna proyección. El corregidor de Santiago armó batallones de indios y esclavos para defender la capital, que ya creía amenazada y fueron despachados avisos sucesivos al virrey del Perú, sobre el cual se descargaban, como ya era tradicional, todas las penurias de Chile.             

 

 

El virrey, que lo era el Marqués de Mancera, aprestó sin dilaciones las fuerzas necesarias para expulsar a los invasores, enviando entretanto auxilios a Chiloé y avisos al gobernador de Chile, Marqués de Baides, para que se dirigiera por tierra a Valdivia con todo el ejército para batir al enemigo simultáneamente en tierra y mar.

    

      

Los exploradores que fueron a investigar lo que ocurría volvieron con una carta, la despedida de Herckmans al cacique Manqueante, la que no hizo sino provocar una nueva serie de incertidumbres y suposiciones.

 

El texto de la carta era la siguiente “Al muy valeroso señor Manqueante, Cacique de la Mariquina, el general de la armada holandesa señor: con gusto y deseo habemos recibido el mensaje V.M. con los tres hombres nos ha enviado, a que respondemos ahora: Como nosotros estamos aquí muy apretados de comida que nos prometen de la tierra cada día, pero nada se pone por obra y considerando que aquí habremos de perecer de hambre, habemos hallado bien  nuestro consejo de partirnos de aquí con nuestros navíos y haber si pudiéramos alcanzar algo sobre nuestro enemigo el Español, o a Santa María o a la Concepción. La poquedad de comida en mantenimiento nos hecha, y que de nuestros soldados algunos ya han huido, aunque hasta ahora no han padecido hambre y si por ventura algunos de ellos vinieren a  sus tierras de V. M. no les de pasaje, queriéndonos hacer merced de matarlos a todos quanto se hallasen por el campo y no solamente Vuestra Merced lo haga, mas enviar a todos los caciques circunvecinos a decir que hagan lo mismo, porque ellos irán  a La Concepción (sin duda) a avisar  al  español de nuestro estado, como V. M.  y otros caciques han tratado con nosotros, y por esto encomendamos otra vez de no dejar ninguno de ellos con vida, quien quiera que fuere porque nosotros no enviamos a ninguno sino que yo mismo vaya o el fiscal. Todo lo demás hemos dicho verbalmente a los tres mensajeros, y con esto deseamos a V. M. Elías Herckmans, General”.

 

Las conjeturas se polarizaron principalmente en tres sentidos: en Santiago se creyó que la carta era una estrategia holandesa para inducir a los españoles a abandonar la expedición repobladora; en Concepción, que fuese urdida por los mismos españoles para alarmar a los habitantes y hacerlos costear la expedición y, finalmente, en el Perú, que tal vez efectivamente los holandeses hubieren abandonado Valdivia y en tal caso resultaría inútil la expedición con fines bélicos.                   

 

Él marques de Baides se decidió por fin a dilucidar el problema enviando por mar al capitán Juan de Acevedo para auscultar las instalaciones que hacían los Holandeses. Al ver la quietud que reinaba en la costa, con muchas precauciones, se acercó a Valdivia y se cercioró del efectivo abandono de Herckmans, que había partido hacía más de seis meses al Brasil y se apresuró  a volver con la buena noticia, “declinando una cariñosa invitación que los indios le hicieran para que bajara a tierra”.

 

El gobernador despachó en el acto al capitán don Alonso de Mujica, con suficientes fuerzas para practicar un reconocimiento formal de la comarca y llegando procedió a desenterrar el cadáver del Almirante Brower, haciéndolo quemar por hereje

 

ÉL MARQUES DE MANCERA

 

La gigantesca empresa de la repoblación de Valdivia, “tantas veces advertida como osada pocas”, fue emprendida en 1644 por el Marqués de mancera. Con un tesón y entusiasmo extraño para su época, concibió un plan inteligente y de vasta proyecciones y no escatimó esfuerzos ni gastos para realizarlo.

 

Don Pedro de Toledo y Leiva, primer Marqués de Mancera, había nacido en 1575 y por sus venas corría la sangre del Duque de Alba; había servido bajo las ordenes del Conde de Fuentes, de su tío el general don Pedro de Leiva y Cardona y del príncipe de Doria, en Italia, Bretaña, Sicilia, Argel y El Peñón. Desde 1621 a 1628 fue miembro del consejo Colectoral de Nápoles, durante ocho años gobernador y capitán general de Galicia, después, de Orán, consejero de guerra de Felipe IV y, finalmente, Virrey del Perú desde el 18 de diciembre de 1639.

 

En una época en que la decadencia administrativa española, desencadenada desde el trono mismo de sus soberanos estaba  en su apogeo y en que se dilapidaba entre las manos de favoritos ineptos toda la riqueza acumulada desde “el reinado imperial de Carlos V, el Marqués de Mancera representa” una de esas reacciones esporádicas – si bien – rápidamente inutilizadas por la falta de continuidad y apatía que se cerraba detrás de ellas. Hubo de sustraer dinero de su propia hacienda para llevar a cabo “su empresa”, porque es necesario reconocer con una satisfacción y ternura justificada tuvo como buen español, el honor de ofrecerla sin otro interés que “para la mayor gloria y satisfacción de ambas Magestades”.

 

Con una vitalidad admirable y guiado de verdadero celo administrativo, vigiló personalmente todo los preparativos de la expedición, asistiendo con minuciosidad hasta en los menores detalles y, ante la absoluta imposibilidad de realizar él mismo el viaje, comisionó para ello a su propio hijo. Algunos historiadores del siglo pasado, preocupados sólo  de acumular reparos a toda obra realizada durante la dominación española, por el solo hecho de haber sido emprendida por españoles, vieron en este acto sólo la bajeza de ideales del virrey, que ocupaba la empresa como vehículo para alcanzar el favor real y sus consiguientes regalías sólo para sí y su familia. Esta afirmación carece de verdad, puesto que antes de pensarse siquiera en la repoblación de Valdivia, el hijo del virrey gozaba, por provisión real, del titulo de General de la Mar  del Sur, el cual no sólo le facilitaba sino que le obligaba a comandar toda acción de la real Armada. Finalmente, para el Marqués de Mancera, que como cualquier hijo de vecino que desea realizar algo en buena forma, se vale de una persona de su íntima consideración a sabiendas que responderá convenientemente, teniendo dentro de su propia casa al indicado para sus planes, nada más digno de aplauso que su elección, que no sólo permitió el éxito de la empresa, sino que evitó que recayera en otras manos, como hemos dicho, prontas a transformar en beneficio propio toda acción encaminada al bien común.

 

El Marqués de Mancera, además, no sólo dirigió y realizó la expedición repobladora de Valdivia sino que, desde su alto cargo, guió durante bastante tiempo sus destinos, socorriendo sus necesidades y atendiendo cuanto contribuyera a su mayor prosperidad, chocando constantemente con la desidia de funcionarios en cuyas lentas actuaciones se desvanecía todo lo que desesperadamente desde lejos y con verdadera altura de miras proveía. Finalmente hay que destacar lo que para Valdivia significó su acción. La actual ciudad es la consecuencia de sus planes, que – si bien encaminados primariamente en distintos rieles – por efecto de variaciones imprescindibles en el desarrollo de los pueblos, han conducido ininterrumpidamente su historia hasta nuestros días, venciendo dificultades increíbles, justificadas más que nada por el hecho que durante  casi siglo y medio fuera la única de las ciudades destruidas por el alzamiento general de 1599 que volviera a renacer de sus propias ruinas.

 

Todo el patrimonio histórico material de Valdivia, formado por los vestigios de aquellas fortalezas y Castillos, construidos originalmente a instancias del virrey, es su legítimo legado y gracias a él  la ciudad puede mostrar esa fisonomía propia que sólo puede dar la tradición acumulada en el discurrir de tres siglos sucesivos.

 

Es necesario recordar que la ciudad de Valdivia, le debe su origen a don Pedro de Valdivia pero su existencia al Marqués de Mancera.

 

LA ARMADA REAL

 

Cuando supo la ocupación holandesa de Valdivia, el virrey consideró la necesidad de expulsarlos a viva fuerza y, como hemos visto, al mismo tiempo que equipaba una flota de 22 Galeones, instruía al Marqués de Baides, que gobernaba en Chile, para que con todo su ejército, integrado por 2.000 hombres, se dirigiera por tierra a la ciudad para combatir al enemigo por dos flancos, asegurando de antemano su descalabro. Al saber positivamente el abandono de las pretensiones holandesas, se  determinó inútil el envío de  tamaña flota y se dividió ésta en dos menores, al mando de una de las cuales el hijo del Marqués de Mancera condujo el tesoro real a las costas de Panamá, mientras la otra, la mayor, quedaba en el Callao aprestándose para la repoblación en espera sólo del regreso de su general.

 

Describir los detalles de la armada Real, es revivir un suceso que durante su época conmovió al virreinato; García Tamayo de Mendoza dice que “fue tan grande la novedad de Armada y apresto semejante, que concurrían quinze días antes desde Lima y otras partes a ver embarcar los batimientos, pertrechos y aderentes de la jornada y sé llenaba la marina de gente a ver tanta muchedumbre, y variedad de cosas que parecía no avian de caber en los buques”, y, después de enumerarlas, agrega: “con que se puede dezir, que jornada de más  aparato y provisión no se avrá hecho quizá en otra alguna parte...”

 

La cantidad de elementos necesarios para la expedición fue tan grande que el Perú no dio abasto y fue necesario recurrir a los mercados de Quito y Chile para completarlos. Las listas de los materiales y bastimentos fueron interminables y el ojo provisor del Marqués no dejó detalle que no abordara para garantizar el éxito de la repoblación. Sumando los elementos destinados a la futura ciudad. Su dotación, la de  la Armada para sus viajes de ida y vuelta y para el intercambio con los naturales se logró reunir en la escuadra las siguientes cantidades:

 

Elementos

Cantidad

Ladrillos

20.000

Costales de Cal

2.480

Tablas de Chiloé

6.000

Piezas de Artillería de Bronce de todo genero y tamaño

218

Libras de Pólvora

111.670

Balas de Artillería

6.342

Mosquetes, Arcabuces y Carabinas

1.050

Balas para Mosquetes, Arcabuces y Carabinas

1.000

Sillas de Montar

72

Mochilas de lona

940

 

Alimentos

Cantidades

Quintales de Bizcochos

7.503

Quintales de Harina

6.976

Quintales de Carne salada

6.976

Arrobas de tocino

802

Arrobas de Garbanzo

2.639

Arrobas de pescado

500

Arrobas de arroz

575

Arrobas Frijoles

1.230

Arrobas de Sal

8.040

Arrobas de Lenteja

497

Arrobas de queso

371

Tollos

3.000

Botijas de Aceite y vinagre

3.600

Botijas de vino

680

 

Otros Elementos

Cantidad

Sacos de Carbón

850

Jerga

490

Arrobas de Vela

562

Arrobas de Jabón

200

Sombreros

500

Zapatos

2.000

Alpargatas

786

Cotones y calzones

600

Moldes para hacer velas

500

Varas de  Lona

20.000

Linternas

60

Quintales de Jarcia

772

Baldes

200

Útiles de dibujo, colchones, sábanas, almohadas y frazadas

En Cantidades industriales

 

 

Para repartirles a los indios, llevaban doce millares de rocallas, 74 millares de abalorios, cuatro y media gruesa de cascabeles, 2.000 agujas, etc.

 

Todo esto se equipó en doce Galeones, de los cuales hacía de capitana      el “ Jesús María de la Concepción”, de 1.150 toneladas y 54 piezas de artillería y de almiranta el “Santiago”, de 1.000 toneladas y 46 piezas de artillería; entre los demás, los más importantes se llamaban “San Diego del Milagro”, “San Francisco Solano”, “Nuestra señora de la Antigua” y “Nuestra señora de Loreto”, todos ellos armados en guerra.

 

Comandaba la Escuadra don Antonio Sebastián de Toledo, General de la Mar del Sur y más tarde segundo marqués de Mancera, grande de España y virrey de Méjico, hijo primogénito del Virrey y de su segunda esposa, doña María Luisa de Salazar y Henriquez. El estado mayor y consejo  que le formó su padre para que le asesorará, reunió lo más granado de que se disponía el virreinato, llevando el titulo de almirante general, “el muy magnífico señor” don Francisco de Guzmán  y Toledo y de ingeniero mayor don  Constantino de Vasconcelos “eminente cosmógrafo y matemático”; Lo integraban, además, cuatro  jesuitas, tres franciscanos y tres hospitalarios de San Juan de Dios y los maestres de Campo generales y capitanes don Juan Lozano de Rojas, don Martín de Lizarazu y Arizcún, del hábito  de Calatrava, Alonso de Villanueva y Soveral, don Juan de Luza y Mendoza, Gabriel de Leguina Mondragón y otros. Con el cargo de General de la Artillería, venía don Manuel Plus Ultra, del hábito de Santiago y expertísimo en la materia.

 

La flota se hizo a la mar en el Callao, en la hermosa mañana del sábado 31 de diciembre de 1644, ofreciendo un impresionante   espectáculo.

 

SU EXITOSO VIAJE

 

A pesar de las perentorias exigencias del virrey, el gobernador de Chile no cumplió la parte que dentro del plan le cabía, caminando por tierra con su ejército, aumentado ex profeso a 2.300 hombres, hasta el sitio de la ciudad. “Un gobernador cualquiera, por cuyas venas circularan todavía gotas de al antigua sangre Española, habría sentido renacer los bríos militares adormecidos, con la magnitud de la empresa iniciada por el Marqués de Mancera” pero el gobernador, que sólo había venido a “hacer la América”, atemorizado con el inesperado fin que podrían tener su vida y sus negocios y tomando pretexto de no haber recibido noticias de la llegada de la escuadra, se devolvió  desde Toltén, anulando de este modo y desde el principio uno de los aspectos del plan del virrey, quién había dicho que “fundar y fortificar Valdivia, sin comunicarse el ejército de Chile con aquel puerto, sería lo mismo que entregarle con las banderas, artillería y gente que allí estuviese, a la primera escuadra de enemigos que intentase tomarla”.

 

El 6 de febrero de 1645 entraba la armada a la bahía de Corral, saludando con su artillería a la nave de don Alonso Mujica, que la esperaba.

 

Se hizo una junta de guerra y se determinó aprovechar lo que quedaba del verano para fortificar la Isla de Constantino, Niebla y Corral, reconocer las ruinas de la ciudad y dar paces a los indios. Se les repartieron agasajos y don Antonio, que “nunca más que aquí mostró ser hijo de tal padre”, reconoció el valle de la Mariquina, recibiendo al cacique y señor de esos lares, nuestro ya conocido don Juan Manqueante.

 

Al cabo de tres meses de intensa actividad, el 1º de abril de 1645, partió de regreso la Armada, dejando provisiones para dos años y 900 de los más escogidos soldados, bajo las órdenes del maestre de campo Alonso de Villanueva Soveral. Valdivia, desde entonces, quedó con gobierno propio, dependiente directamente del virrey, con el rango de plaza fuerte y con calidad de presidio.

 

REFUNDACION DE VALDIVIA.

 

Desde el momento en que se retiró la Armada Real de Valdivia, dos fueron los puntos básicos que quedaban por cumplirse del plan del virrey; la repoblación de la ciudad misma y su comunicación con el centro de Chile. Por fortuna, para su tranquilidad, antes de ser movido del virreinato, alcanzó el Marqués a ver realizados ambos pasos.

 

Don Antonio de Toledo, al regresar al Perú, dejó la población concentrada en la Isla de Mancera, “fortificada con muchos baluartes y foso, todo de materia constantísima, que causa horror y respeto el verla”; Quedaron terminadas 36 casas de mampostería y techo de totora e instalados el hospital y el convento de San Francisco.

 

El primer golpe de la naciente colonia fue la serie de calamidades que se derivaron de la estada en la Isla de Mancera. Los indígenas, enojados ante el nuevo asentamiento de la dominación Española, comenzaron desde el principio a hostilizarlos, matando a vista y presencia de sus jefes y estando aún la Armada en el puerto, a dos españoles que osaron bajar a tierra desde un barco. La guarnición, bloqueada de este modo por los naturales, sé    vió desprovista de alimentos frescos y hubo de soportar por dos años su  abastecimiento de conservas. Las aguas insalubres de la Isla y la crudeza del invierno, desataron una peste parecida a la fiebre aftosa, que en poco tiempo consumió a más de 300 soldados, incluso al gobernador; finalmente, la impericia de éste, que al decir del Marqués de Mancera, demostró “que aún en salud era flojo” impidió el traslado a Valdivia, prolongando todas las desgracias que esta demora acarreaba.

 

En cuanto se había descubierto su incapacidad, el virrey, que lo había designado como tal, por ser “a hechura” del Marqués de Baides, gobernador de Chile, mandó a reemplazarle al primer hombre que tenía en el virreinato, el maestre de campo del presidio del Callao Francisco Gil Negrete, que llegó a Valdivia el 16 de marzo de 1646, estando ya muerto Villanueva Soveral.

 

A Gil de Negrete le cupo una brillante actuación en el gobierno de la plaza; actuando coordinadamente con el gobernador de Chile, pudo realizar lo que no había hecho su antecesor.

 

El primer paso hacia la comunicación terrestre con Concepción lo dio celebrando parlamento con don Juan Manqueante, en sus dominios de la Mariquina, simultáneamente, avanzó desde el norte el veedor general del ejército, Francisco de la Fuente Villalobos, dando a su vez las paces a las provincias por la cuales pasaba. Después de ultimar los detalles, bajó hasta la Mariquina, donde fue recibido por Negrete, a quien acompañaban 5 sacerdotes y 400 soldados; se celebro el encuentro con salvas y corridas de toros, el veedor obsequió a los soldados con 40 reses y al día siguiente se celebró un parlamento en forma, para asegurar la paz con los naturales. Después de oficiarse 7 misas y con la asistencia de otros tantos religiosos, del gobernador de Valdivia, del  veedor de esta ciudad y el ejército, de un Castellano y cuatro capitanes y en presencia de más de mil naturales, se dió comienzo al acto, obligando primeramente hacer las paces a los caciques Manqueante y Curimanque, enemigos encarnizados, para puntualizar enseguida los ya tradicionales detalles de esta clase de ceremonia.

 

El veedor de la Fuente Villalobos fue invitado a Mancera con una nutrida escolta, siendo recibido con gran despliegue de fuerzas ”assí por honrarle, como porque los caciques que llevaba de Boroa y Manquegua cobrassen más conceptos de la acción y de el aplauso con que a todos los  recivía y de camino vieseen sus fuerzas, los soldados en escuadrón y la valentía de las piezas de los Castillos”.

 

Con la paz vino la cesación de las privaciones por que pasaban los habitantes e inmediatamente fueron surtidos con las frutas, aves y carne proporcionada por los naturales.

 

Aprovechando esta paz, Negrete decidió repoblar Valdivia en su antiguo asiento. Después de tener tres encuentros con los naturales por tratar de realizar  este propósito, se trasladó a la ciudad en 8 embarcaciones, refundándola por fin con el ceremonial requerido el 6 de enero de 1647, poniendo nuevamente la cruz en la vieja peaña de piedra de la plazuela antigua de San Francisco.

 

Desarrollo de la guerra finales del siglo XVII y primera mitad del siglo XVIII.

 

Todo los sacrificios que debieron soportar los Españoles eran pálidos  comparados con los que derivan del estado permanente de guerra, fueron todos soportados con paciencia; como los indígenas no soportaban esta indiferencia, ávidos de luchar, la soportaron hasta 1655, en que por fin estallaron, arrasando nuevamente con todos los establecimientos recién fundados en la Araucanía. La plaza de Valdivia y sus Castillos resistieron éste, como los demás ataques desencadenados regularmente durante la dominación  española, desempeñando un curioso papel. A los ojos de las naciones extranjeras, se suponía la ciudad inexpugnable, dada la rapidez con que podía recibir socorros terrestres desde Concepción. Para los naturales, era temida como la puerta por la cual entraban poderosos refuerzos enviados por mar. Estos temores en no poca escala, contribuyeron a la conservación ininterrumpida de Valdivia, durante todo el período virreinal, pero realmente la equivocación era general, pues la más de las veces, le tocó resistir simultáneamente ambos peligros y generalmente sus autoridades vivieron artificialmente amargadas con esta desgracia, en la suposición constante de que naciones enemigas, codiciando el pretendido predominio que su posesión les derivaba. En el aspecto exterior, a pesar de la elevada importancia que les asignaban sus autoridades, Valdivia se mantuvo libre de los ataques organizados. La inexpugnabilidad de sus fortalezas amedrentaron la codicia extranjera, si es que realmente la hubo y sólo fue visitada intempestivamente por uno que otro barco rezagado de alguna expedición importante. En  1669 se presentó  John Narborough, en 1684  el bucanero Swan y por 1690 John Strong; una pauta del sobresalto en que vivían los funcionarios de la época, lo da el hecho que al primero, el gobernador don Pedro de Montoya lo supusiera la avanzada de la escuadra inglesa, que con doce buques intentaba apoderarse de Valdivia.

 

SIGLO XVII.  DEPENDENCIA, GOBIERNO Y ADMINISTRACIÓN.

 

Desde 1645, en que Valdivia fue erigido gobierno independiente, subordinado en forma directa al virreinato del Perú, los gobernadores de Chile pretendieron insistentemente su anexión. En 1646 el Marqués de Mancera le concedió su superintendencia a don Martín de Mujica “por estar  bajo su jurisdicción y quererle hazer esa honra y lisonja, que después no han querido hazer los virreyes a ningún Gobernador de Chile”. El conde de Alba y Liste la devolvió al Perú. Por Real Cédula de 9 de abril de 1662, el soberano ordenó anexarlo nuevamente a Chile para uniformar el mando, salvo que se presentaran graves inconvenientes. El virrey se hizo sordo a estas órdenes y la retuvo para sí.

 

La crisis se produjo cuando el gobernador de Chile don Francisco de Meneses, usando sus acostumbrados procedimientos, envió títulos al gobernador don Baltasar de Mejía y a sus cabos y castellanos, los cuales no sólo los rechazaron, sino que lo comunicaron inmediatamente al virrey. Posteriormente, se acusó a Meneses de haber enviado a sus secuaces a tomar preso al gobernador y tratado de inducir a dichos cabos y castellanos para que le secundaran. Sin duda en venganza, el virrey envió en reemplazo de Mejía a don Angel de Peredo, ex Presidente de Chile y enemigo declarado  de Meneses.

 

En 1682 por nueva real cédula de 19 de diciembre de 1680, a instancia del gobernador don Juan Henriquez, el soberano devolvió la jurisdicción a Chile, reservándose personalmente la provisión de sus gobernadores y veedores.

 

A pesar de todo, la dependencia fue sólo en lo militar, hasta 1740, en que definitivamente pasó a serlo en el civil y en lo político. La razón de esta pecha ejercida por los gobernantes del Perú, la de Rosales: “por aver sido la población de Valdivia hechura de los Virreyes” su  gobierno estuvo, de este modo, sujeto a la actividad o pasividad que animaran a estos gobernantes. Los virreyes lo socorrieron siempre con generosidad no así los gobernadores de Chile; él único  de éstos que lo visito fue don Antonio de Acuña y Cabrera, en 1651, acompañado de una pequeña escolta y gozando de la precaria paz recién firmada en Boroa.

 

La necesidad de transformarlo en el baluarte del Pacífico hizo que, desde 1645 fuera erigido presidio, exactamente igual que el Callao y Buenos Aires y toda la prosperidad que alcanzó como tal baluarte, se derivó de esta circunstancia, pues la remisión constante de presidiarios condenados a trabajos forzados, permitió la construcción de sus inexpugnables fortalezas. No se obtuvieron los mismos resultados en las sucesivas  tentativas y planes para el aumento de la población civil, por efecto de la amenaza que los naturales significaban para su desarrollo, sólo al final de dominación española se vieron realizados en parte estos propósitos.

 

La jurisdicción del Gobierno de Valdivia, durante el siglo XVII, se extendía desde Tolten al Bueno y de la Cordillera al Mar; en 1653 comprendía los antiguos corregimientos de Valdivia, Villarica y Osorno, limitaba con la Araucanía y Chiloé por el Norte y el Sur y su territorio indígena se encontraba dividido en parcialidades.

 

El cargo de gobernador de Valdivia fue muy codiciado por los altos oficiales militares del siglo XVII, ya que les significaba un importante escalón en su carrera de ascensos. Mientras duró el estado activo de guerra con los naturales, o sea, hasta el primer tercio del siglo XVIII, fueron regularmente maestres de campo generales del ejército de Chile, a excepción de Francisco Gil de Negrete, que lo fue del Callao, de don Diego de Marthos del reino del Perú, de don Angel de Peredo, gobernador y capitán general del Reino de Chile y presidente de su Real Audiencia y don Juan Francisco Téran de los Ríos, que fue sargento mayor. Debido a esta circunstancia y al escaso desarrollo que durante esa época  Valdivia alcanzó como ciudad, su actuación se limitó casi exclusivamente a la atención  de la guerra. Residía normalmente en Valdivia, pero cuando había amenaza externa, se trasladaba inmediatamente al puerto.

 

El cargo era rentado anualmente con 2.750 pesos de ocho reales y, como dijimos, provisto desde 1680 directamente por el propio soberano. Los honres que se derivaban de su alto cargo le hacían  estar muy por encima del resto de los funcionarios, presidía todas las ceremonias públicas y en las eclesiásticas el prelado oficiante le debía  dar la paz. La ceremonia de entrega y toma de posesión del gobierno era sencilla y solemne a la vez, como el producido en la transmisión entre los gobernadores Marthos y Cifuentes:

 

“En la ciudad del dulce nombre de María de Valdivia a cuatro días del mes de marzo  de mil seiscientos y setenta y nueve años ante el Maestre de Campo General don Diego de Marthos Governador de esta plaza y presidio de Valdivia sus fortificaciones y Castillos por su majestad y ante mí el presente escribano real pareció al maestre de Campo general Francisco Hernández de Sanfuentes y dijo que el Rey nuestro señor, Carlos segundo (que dios guarde por muchos años en mayores reynos y señoríos para el aumento de toda la Cristiandad) fue servido de nombrarle por governador de esta plaza y puesto como parece por la proveción real que presenta con el juramento necesario en debida forma firmada de su Real mano su fecha y diez y siete días del mes de noviembre de mil seis cientos y setenta Y seis años, refrendada de su secretario Antonio Valentín de Vallejos y pidió su cumplimiento según y como ella se manda y el otro governador Don Diego de Marthos la recibió en sus manos y la besó y puso sobre su cabeza y la obedeció como  a carta de su Rey y señor natural y en su ejecución y cumplimiento dijo de admitía y admitió desde luego al  dicho francisco Hernández Cifuentes al uso y exercicio hasta dicha plaza y presidio de Valdivia según y de la manera que por dicha Real cédula se le manda y en nombre de su majestad le entrego esta dicha plaza, sus fuerzas y Castillos, y el dicho Governador Francisco Hernández de Cifuentes aceptó el cargo y muestras y tomó posesión de dicha plaza y sus fuerzas y Castillos y juró por Dios nuestro señor y a Una señal de Cruz que hizo en forma de derecho y dijo que se deba y dio por apoderado en ella y tendrá y guardará así en guerra como en paz  en servicio del Rey nuestro señor y la entregará y volverá a quien le fuese mandado y tendrá toda custodia y cuidado que debe poner  y tener un bueno  y leal governador so pena de traición y eleve y de las otras penas que están establecidas y guardará  la fidelidad debida a sus reyes y señores y lo firmaron a los cuales doy fee que conozco y el dicho Maestre de Campo general y governador de estas armas ánte mi el dicho escribano pidióselo de por testimonio y yo celo di según dicho es y en dicho mes  y año dicho siendo  testigos el sargento Mayor Francisco, de Ostos Tamaris y los castellanos José Arias Montanos, Andrés Muñoz de Miranda y el capitán don Francisco Gutiérrez”.

 

El ejército.

 

Estaba formado desde 1645 por 900 hombres, pero esta cifra sufrió muchos cambios por el rumbo que tuvieron los sucesos; efectivamente, Villanueva Soveral ya había insistido en 1646 en su aumento “el querer hasta  mil y ciento en ese presidio – le contestó el Marqués de Mancera – es querer otro Chile en Valdivia”. La peste lo redujo a 700 hombres y en esta cifra se mantenían hasta 1679; las amenazas exteriores hicieron a Don francisco de Terán pedir refuerzos por 1686. Finalmente estos fueron concedidos pero su permanencia  en las defensas fue  sólo  momentánea.

 

Estaba divido en 7 compañías de infantería, distribuidas en los Castillos bajo el mando de capitanes y castellanos, una de caballería, de 80 soldados instalados en Cruces y una de artillería, con su general, dividida proporcionalmente a las unidades de cada fuerte y con sus respectivos condestables. Cada infante ganaba doce pesos mensuales y los soldados de caballería, quince.

 

Los capitanes ganaban 600 ducados, los alféreces y tenientes, 300 y el capitán de la caballería 972 pesos y 4 reales. Los sargentos ganaban 15 ducados al mes, los astilleros 30 pesos y los veintisiete cabos 2 pesos mensuales sobre el sueldo de soldado.

 

Los 150.670 pesos que importaba su mantenimiento eran remitidos anualmente desde Lima como Real situado y era distribuido por una junta integrada por el Gobernador, Veedor, factor y sargento mayor; el arzobispo de Lima había incluido también en ella al superior de la Compañía de Jesús, pero ante el reclamo de los demás, el virrey, Duque de la Palata, hubo de retirarlo. Los víveres y bastimientos eran enviados desde Valparaíso. 

 

FOTALEZAS EN LA BAHÍA DE CORRAL.

 

Cuando en 1645 el Marqués de Mancera había mechado los cimientos de las fortificaciones, los emplazamientos habían sido dirimidos por una junta de guerra que reunió en el sitio mismo a los más notables especialistas que podían juntarse entonces en el continente: manifestaron su opinión  el ingeniero mayor del virreinato, Constantino Vasconcelos, Portugués; el general de su artillería, que lo era tratadista, Manuel Plus Ultra y Tovar,  el almirante de la Armada del Mar del Sur, Francisco de Guzmán y Toledo, presidente de la audiencia de Panamá, y una galería de militares de la categoría de Alonso Villanueva Soberal, maestro de campo del reino de Chile, de Juan Lozano de Rojas, que lo era de Callao, o del marqués de Guadalcázar, general de la caballería del virreinato, al parecer de Vasconcelos se debieron planes y lugares.

 

La evolución de las técnicas poliorcéticas, la mayor capacidad de ataque de los navíos de guerra, el mejoramiento de la ruta del Cabo, exigieron constantes ampliaciones y reacondicionamientos en la defensa, ampliada con los años de cuatro a diecisiete, apoyada por construcciones secundarias o por la misma Armada Real, como se haría en 1780 durante la guerra con Inglaterra. “Treinta años hace que se está fortificando a la moderna –puntualizaría Carvallo Goyeneche-, y concluida la fortificación y guarnecido a correspondencia, podrá Chile lisonjearse de que ni todo el poder marítimo de la Europa será capaz de rendirlo por la natural defensa de su terreno”

 

Lo interesante de este proceso evolutivo consistió por una parte en la incorporación de las más modernas técnicas de la época mientras por otra no pocos Castillos, como Amargos, llegarían al siglo XIX con su factura arcaica, completamente inútil para resistir un ataque según lo permitían los nuevos tiempos.

 

La disposición de estas fortalezas era sin duda un caso fuera de serie entre los similares de América. Entre complejos diversificados de tipo Cartagenero o unitario como el de Callao, el de Valdivia representó en la época de su composición una originalidad que fue conscientemente advertida por sus artífices. “La figura y magnitud de los montes que le rodean por todas partes –expresaba Garland en abril de 1765- no permite construir una sola plaza respetable y así se hace forzoso recurrir al expediente de varios fuertes separados y dispuestos en la conformidad que queden bien defendidos el surgidero y el paso preciso para llegar a él”. Prolijos sondeos en el fondo de la bahía habían establecido todas las posibilidades de movimiento de las naves, y en función de ellas el emplazamiento de las fortalezas destinadas a repelerlas. Los mismos facultativos las agrupaban a mediados del siglo XVIII en tres categorías, según defendieran  la entrada, el fondeadero o la internación por el río Valdivia y por el Tornagaleones en pos de la ciudad, guarnecida a su vez con foso, torreones y una muralla de 2.400 varas de longitud.

 

Con posterioridad a 1780 en que se diversificaron aún más sus funciones, puede decirse que se  agrupaban en;

 

Primer Grupo

 

San Carlos.

Amargos.

Niebla.

La Aguada.

Morro Gonzalo.

El Molino.

El Barro.

Chorocamayo Bajo.  

 

Segundo Grupo

 

El Bolsón

Chorocamayo Alto

Castillo de Corral

 

Tercer grupo

 

Mancera.

Baides

Batería San Rosa.

Batería del Piojo.

Carboneros

 

Batería del Molino

1779

Ubicada en la ribera Nororiente, era la batería más expuesta. Levantada sobre los planos del ingeniero Antonio Duce, con foso y parapeto con cuatro cañones de a 24, reducto prolongado a fin de que su  artillería cubriese hasta el punto en que alcanzaban los fuegos de Niebla. Su objeto era “contener el primer ímpetud brusco del enemigo y dar lugar a otras disposiciones” en caso de desembarco en la playa grande. En 1817 contaba con dos cañones en la batería baja –rasante- y tres en la alta; Necesitaba cien hombres de guarnición.

Castillo de Niebla

1671

Reacondicionado a partir de  1767, según traza de Cermeño, rebajándosele  más tarde  la batería principal; su fin específico era: “corresponder sus fuegos a Amargos y Mancera, formando un triángulo perfecto y equilátero,  cuyas líneas zurren en un punto céntrico”. Según Olaguer Feliú, sus disparos cruzaban al otro lado de la bahía “ llegando sus balas  a ricochet o rebote a las orillas recíprocas”. En 1820 tenía catorce cañones de a 24, un mortero y dos hornillos de bala roja; Otros dos de a  veinticuatro, dispuestos en el foso hacia la playa grande, flanqueaban aquel posible desembarcadero; Su dotación debía ser de 240 hombres, según Mackenna, o 150, según Feliú. 

 

 

 

 

 

 

Batería de la Cruz o del Piojo

 

Contemporánea a la del Molino, defendía la entrada a Valdivia con dos de a 24 puestos a flor del agua, combinando sus fuegos con la de Carboneros, en el ángulo de la Isla del Rey, provista de otras tres unidades del mismo calibre que a su vez cruzaban sus fuegos con Mancera.

Castillo San Pedro de Alcántara

1645

Con planta de bonarete de clérigo y siete cañones, desguarnecido en 1779.

Castillo San Francisco de Baides

1645

Ubicado en extremo Suroriente, defendía la entrada al río Tornagaleones, pero había sido desmantelado en 1748.

Batería media de Mancera

1758

Sobre el Centro de la Isla de Mancera existía una tercera fortificación capaz de ocho cañones, también desmantelados

Batería de Santa Rosa

 

En la ribera Surponiente, defendía el acceso a la Ensenada de San Juan

Castillo de Corral

1767

Barría el fondeadero cruzando sus fuegos con Mancera. Se componía de tres elementos construidos en distintas épocas y unidos en 1767; El Castillo de San Sebastián de la Cruz, de 1645, en la parte más austral; la batería de la Argolla, de 1764, ligeramente al Norte, y la Cortina, gran muro que el año 1767 unifico el conjunto convirtiéndolo en el más poderoso de toda la bahía. Su foso de 40 varas de ancho por 8 de profundidad albergaba cuarteles de piedra para 300 plazas y sus muros montaban 21 cañones de a 24, todos provistos de bala roja.

Batería del Bolsón o Corral Viejo

1768

Había sido construida por  el ingeniero Antonio Birt y rectificada por Garland. Cargaba 9 cañones que apuntaban al fondeadero.

Chorocamayo Alto

1779

Fue proyectado por Antonio Duce y era capaz de 17 unidades de bala roja que dominaban a todos los castillos de aquel lado y el transito de las naves desde la boca de Amargos al fondeadero de Corral.

Chorocamayo Bajo

1677

Montaba 6 cañones de calibre 24.

Castillo de Amargos

1677

Cargaba 12 cañones a 24 de bala roja que en su disposición no servía “más que de amontonamiento, confusión y embarazo”. Su ubicación era clave en caso de una acometida por mar.

Batería del Barro

1686

Se componía de dos medios bonetes capaces de 80 hombres, fue rehecho en 1779 por Antonio Duce; su ubicación era “un desfiladero y paso preciso a cualesquiera tropas que habiendo desembarcado por las playas de la Aguada del Ingles y colaterales de San Carlos, intenten, como es regular, tomar por la espalda los fuertes y baterías. Montaba 10 cañones “colocados ocultamente en la cuesta del desfiladero que flanquean toda la playa.

San Carlos

1762

Construido por Birt en la isleta rebajada artificialmente y luego transformada en península, contenía 6 cañones del 24 hornillo de bala roja, necesitaba 100 hombres de guarnición y era tan estratégico para defender la entrada de la bahía como Amargos.

Fuerte de La aguada del Inglés

1779

Enfrentando el horizonte, había sido proyectado por Antonio Duce; inicialmente contaba con 3 cañones montados en un peñón y dirigidos a la playa contigua para impedir desembarcos, separados de un reducto escarpado con foso y parapeto con cuartel para 80 hombres; según Feliú estaba “recomendado por S.M: para tiempo de guerra y en donde debe ponerse la tropa para impedir desembarco que pudiera hacerse en las playas más al oeste”. En 1820 contaba sólo con 2 cañones de a 24; Como sabemos, éste sería precisamente el punto abordado por Sir Lord Tomas Cochrane.

El Vigía de Morro Gonzalo

 

Era la última defensa  en este costado con un solo cañón de 4 libras

 

 

Todas esta fortificaciones  estaban a su ves regidas por un plan particular de defensa; Un despacho de septiembre de 1783 aprobó uno de éstos reservándose el monarca nombrar para gobernador del puerto, para su ejecución, al distinguido, brigadier Mariano de Pusterla y Sacré, previniendo a todas las autoridades por cédulas especiales las facilidades que debían otorgarle con miras al mejor cumplimiento de su cometido. La junta de generales reunidas en Madrid el 13 de marzo de 1793, para su aprobar el plan de defensa de todas las costas  del virreinato a su vez  un plan espacial para Valdivia, que  por la calidad de sus firmantes constituye una de las piezas básicas del mecanismo defensivo hacía la época de 1820: El mariscal Joaquín Casavieilla y los tenientes  generales Félix Tejada y Juan Cambiaso  y los virreyes Juan José de Vertiz, que lo fue de Buenos Aires, y Pedro Mendinueta, de la Nueva Granada, estipularon en 121 puntos los proyectos particulares de cada fortaleza “la junta después de reflexiva meditación –expresó el acta-, atendiendo a la importancia de conservar aquellos dominios, asegurándolos de todo insulto y economizar todo  lo que sea posible al real erario en servicio de V.M, halla el proyecto  de dicho jefe (Cermeño) más conforme que  otro alguno a estos efectos” Juzgó necesario el aumento de la guarnición a 1.200 plazas de infantería, a parte de los artilleros.  

 

Isla de Mancera.

 

Su estratégica situación en medio de la bahía, que la hacía inaccesible a los ataques de los indios y a los eventuales o imaginarios de las naves extranjeras, que antes de acercarse debían sufrir las descargas cruzadas de Niebla con Amargos y Corral, la hicieron aparecer siempre a los ojos de las autoridades como el lugar más  seguro para su residencia y en cada ocasión de peligro se trasladaban rápidamente a ella el gobernador y su consejo de guerra.

 

Llamada Güigüacabín por los indios, recibió sucesivamente los nombres de Imperial, dado por Juan Bautista Pastene, de Constantino, hasta 1645, por el de su antiguo propietario Constantino Pérez y de Santa Inés por designación de don Antonio de Toledo, a todos los cuales se sobrepuso finalmente el de Mancera por ser el titular de su principal fortaleza.

 

A parte de reunir en el siglo XVII, en su  escasa superficie dos poderosas fortalezas, fue también el caserío más  importante después de la ciudad y en consecuencia, el centro más activo de todo el puerto.

 

El Castillo de San Pedro de Alcántara:

 

Sus ruinas subsisten hasta hoy día, mostrando su magnitud, fue planeado por el Ingeniero Mayor de la real Armada, don Constantino de Vasconcelos y como hemos visto anteriormente, fue el asiento de la repoblación. Tenía foso y dos baluartes, quince piezas de artillería y dos compañías de infantería, una de ellas comandada por el sargento mayor de la plaza, que a la vez hacía de castellano.

 

Dentro de sus muros se encontraba la iglesia y convento de San Francisco, con once religiosos y otro de San Agustín, que tuvo corta existencia. Pero profundicemos sobre este Castillo. El siglo XVIII marcó para la isla de Mancera él más alto grado de prosperidad a que llegara durante el periodo virreinal. Con la realización parcial del plan de trasladar a ella nada menos que la ciudad de Valdivia, logró por sólo este concepto, centuplicar el número normal de sus pobladores y cubrirse de magníficas construcciones.

 

El castillo fue emplazado junto a una escapada de 66 pies de altura, estaba separado del plan de la población por un foso de 14 varas de ancho y guarnecido por 20 cañones de diversos calibres. En 1768 sus almacenes guardaban 310 fusiles, 18.787 balas de distintos tipos, 392 arrobas de pólvora de primera calidad, 10.240 piedras de fusil y 3.656 de pistolas; a parte de sus muros y parapetos de 12 pies de espesor y de los baluartes, se encontraban en su recinto 8 construcciones de piedra y trece de madera.

 

Según el plano levantado el 31 de diciembre de 1765 por don Juan Garland, había, además, en la Isla fuera del Castillo, ciento trece construcciones de las cuales 47 eran de piedra o ladrillo. Por entonces se estaba comenzando a construir el hospital al Sur poniente y sobre el cerro al almacén de pólvora cuyas ruinas están aún patente.

 

Aparte de los establecimientos propios de toda población, como panadería, carpintería, fragua, etc., se levantaba una gran fábrica de elaboración de madera, con sus aserraderos y una maestranza; en 1768 se construyeron allí para las obras de los castillos, 150 carretones, 180 angarillas, 12 carros, cuatro rastras y 58 carretillas, fuera de las canoas y embarcaciones mayores.

 

Otras construcciones en la Isla de Mancera.

 

Se levantaba también dentro de la Isla de Mancera las residencias del gobernador, sargento mayor, veedor y factor y, dentro de los muros, el convento de San Francisco con su magnifica iglesia.

 

Este convento, titulado de San Antonio, albergaba a ocho religiosos que a la vez eran capellanes de los Castillos y contaba con una iglesia que, a pesar de las restauraciones hachas en 1768, hubo de ser enseguida demolida por lo peligroso de su estado. En 1774 dio comienzo Garland a la construcción definitiva, cuyas ruinas constituyen hasta la actualidad, el mayor interés arqueológico en la zona. Componíase ella de un cañón corrido iluminado por el oriente a través de tres ventanales y comunicado al fondo con una pequeña sacristía. El magnífico techo con su artesonado, expuesto en varias ocasiones a su total derrumbe, hubo de ser afirmado en 1795 por una gran muralla de doble arquería que interceptó en la mitad  su nave. Lo más notable de la construcción fue la fachada, intensamente decorada con motivos derivados evidentemente del último barroco dieciochesco.

 

Interiormente, libre de los incendios que mientras tanto habían consumido a las de Valdivia, la iglesia conservaba magníficas reliquias de su fundación de 1645, incrementadas por sucesivos donaciones y legados. El Altar mayor, construido en piedra, medía cuatro y media varas de largo y tenía un magnífico frontal de espejos formados por pequeños cristales; el retablo, de madera, tenía tres cuerpos superpuestos y en sus nichos con conchas talladas iban cinco alhajadas imágenes.

 

El tesoro de la iglesia, que contaba entre otras cosas una lámpara, un arco, doce blandones y dos grandes centellones de plata y una cruz de oro, tenía una pieza excepcional que acaso haya sido la más valiosa de Valdivia y que, desgraciadamente, tuvo  el mismo fin que las demás piezas similares, confiscadas en 1820 por el Almirante Cochrane; Se trataba de una gran custodia de plata dorada, rematada arriba con una cruz de oro engastada con 30 perlas. El viril también era de oro con 10 piedras preciosas y 4 perlas, el pedestal con 9 cuentas de oro y los rayos con33 piedras y 28 perlas.

 

La fortaleza de San Francisco de Baides, cuya utilidad estratégica era bastante dudosa, había quedado abandonada desde principios del siglo y sólo fue reconstruida en tiempos de don Francisco de Alvarado y Perales, siguiendo los cimientos de la primitiva.

 

Pasada la prosperidad que la permanencia en la isla del Estado mayor derivaba, fueron abandonada  muchas de las obras empezadas y las existentes, al cabo de pocos años quedaron en ruinas.                                              

 

 

EL CASTILLO DE CORRAL.

 

Desde su construcción como fuerte San Sebastián de la Cruz en 1645 hasta 1749 no pasaba de contener cuatro cañones, llegó a ser considerado tiempo más tarde como el más importante del puerto por el dominio absoluto que ejercía sobre el surgidero. Sus planos definitivos, al igual que los de Niebla y Amargos, fueron elaborados nada menos que por el Excmo. Señor don Juan Zermeño, director del Real Colegio de Ingenieros de la península y para la realización de ellos fue comisionado desde 1755 el Coronel don Juan Garland. En la práctica, éste los enmendó y emprendió la reforma, estimando ante su costo en 215.000 pesos y en 500 obreros, los necesarios para la construcción. Las obras fueron comenzadas en 1767 y prosiguieron aceleradamente hasta 1773, en que el gobernador Espinosa ordenó suspenderlas para deicarse a construir la batería de Chorocamayo.

 

Las ampliaciones consistieron en la construcción de dos nuevas baterías, denominadas  del bolsón y de la Argolla, que unidas posteriormente por una muralla, integraron el formidable Castillo que ha llegado casi intacto hasta nuestros días.

 

El bolsón o Corral viejo se construyó para la defensa de la costa de Chorocamayo y de las playas en que podía efectuarse desembarco.

 

La Argolla se instaló talando una punta de hormigón de 46 pies de altura, bajándola a 25, su muralla se hizo de 15 varas de largo por cuatro de ancho y 3 ½  de alto, con sus estribos y los parapetos de 20 pies de ancho. Toda de Cal y Ladrillo y enlosada con lajas, su construcción se terminó en mayo de 1770 y fue dotada de 11 cañones.

 

Se comenzó enseguida la construcción de la cortina o muralla principal, para la cual entre enero y mayo de 1767 se almacenó a sus pies 60.000 ladrillos recién elaborados en la Isla Valenzuela (Hoy Isla Teja). Se extendió a lo largo de 115 varas, con tres de altura y se la dotó con 34 troneras y tres artísticas garitas de Cal y Cantería. Se completo finalmente la obra por el lado de tierra con un gran foso de 40 varas de ancho y ocho de profundidad, dentro del cual, protegidos por las murallas se instalaron dos hileras de cuarteles de mampostería de 90 varas de largo y una de grueso, a los cuales se descendía por tres grandes escalinatas de piedra cuyos adornos arquitectónicos son hasta hoy en día visible. La artillería del castillo ascendió a 21 cañones de distintos calibres.

 

En 1794 había dentro de él, aparte de las dos galeras o cuarteles de la tropa, una capilla y una casa para el comandante de piedra, una panadería de tablas y 26 unidades de artillería.

 

La capilla, instalada en el extremo Sur oriente, estaba dedicada a Nuestra señora de Puerto Claro y tenía también riquísimas alhajas; fue retachada en 1768 y sus muros se levantaban aún hasta 1866.

 

La población de la ciudad de Corral en 1798 alcanzaba a  49 habitantes   

 

EL CASTILLO DE AMARGOS    

 

El Castillo de Amargos data de 1677, en el siglo XVII podía competir con los mejores de Europa se encontraba en 1761 “en tal disposición que una carga cerrada de su artillería, más que defender al enemigo serviría como terremoto que lo arruinase”.

 

Elevado a 53 pies sobre el agua, montaba en 1768 siete cañones de distintos calibres, ubicados en una batería circular que  por lo estrecha, hacía difícil su manejo. En el frente de tierra, separado por un foso y dos pequeños baluartes había tres unidades de media libra y en  su escaso recinto apenas cabría el cuerpo de guardia. Tenía, además, una bóveda subterránea tan insalubre que dejaba inhábiles para toda la vida a los que en ella eran encerrados, la ordenanza 45 del presidente Manso estipuló que sólo se internarán en él a los reos que merecieran pena capital o muerte civil.

 

En 1770 fue refaccionado reedificándose de cal y ladrillo los parapetos de la batería del mar, que antes eran de fajina, retachándose el cuartel de la tropa y enluciéndose sus muros. Estrecha capilla de piedra laja, como puede verse actualmente, estaba fuera de sus muros.

 

CASTILLO DE SAN CARLOS

 

Ubicado, al este del Morro Gonzalo, a trece metros de altura  sobre el agua del Océano, fue construido en 1762, a instancias del gobernador don Felix de Berroeta por el ingeniero Antonio Birt, en la pequeña península denominada “el Morrillo”; Su innegable importancia estratégica había sido provista de doce cañones antes por el gobernador don Pedro Moreno y Pérez, quién se había cuidado de recomendarla en su “Explicación de la plaza y puerto de Valdivia”. El paso obligado que antes sus fuegos debían hacer las naves que pretendían entrar a la bahía, aseguraba su calidad, especialmente como fortaleza avanzada.

 

De forma hexagonal, y construido de cancagua, a principio de 1768 se desplomó su frente de tierra; Reedificado en cal y ladrillo albergó seis magníficos cañones de calibre 24 y sus oficinas, que por la estrechez del recinto no cabrían dentro de los muros, se construyeron a su pie, formándosele un cuadro de estacada y fortificándosele con esmeriles.

 

En 1770 los indios Cuncos, sublevados, habían construido para atacarlos un camino desde la punta galera, el cual fue deshecho por los españoles “dejándose intransitable por muchos años”.

 

El castillo fue demolido haca casi un siglo y hoy sólo subsiste una de sus troneras.  

 

 

FUNCIONAMIENTO DE LAS FORTALESAS.

 

No era un mecanismo dejado a las contingencias del azar, sino un conjunto armónico que en la mente de sus artífices debía funcionar como un reloj de precisión. Cada una  de sus partes debía encajar matemáticamente de manera que las operaciones específicas de cada Castillo se realizarían por turnos a su debido tiempo.

 

Dos eran las posibilidades que podía ofrecer un ataque desde el exterior: la vía  marítima o irrupción de las naves a velas desplegadas como blanco móvil frente a las baterías, cuyos fuegos debían sortear en una verdadera carrera suicida; la vía terrestre, desembarcando tropas en los puntos vulnerables de más afuera, para ir tomando una a una las fortalezas por la gola.

 

En el primer caso, las naves debían arrimarse a la ribera occidental para resguardarse de las corrientes del Valdivia “que de rechazo de esta costa toman su curso con violencia para la parte septentrional o costa de Niebla, exponiendo fácilmente a la pérdida de sus buques no ejecutando esta derrota”; existía aquí un preciso canal de navegación, en tanto que en el centro de la bahía bancos de arena y, junto a Niebla, rocas, hacían peligrosa toda variación.

 

Arrimadas así a la ribera poniente, debían sortear a estribor y a corta distancia los fuegos sucesivos de San Carlos, el Barro y Amargos; la batería de Chorocamayo Alto, con balas de cadena, podían desarbolar las naves, transformándolas en blanco fijo; Las dos baterías inferiores de dicho puesto, con su horrible bala roja, debían aniquilar en este punto de manera definitiva las naves, si por milagro hubiesen escapado de los fuegos  de las fortalezas anteriores. Durante todo este trayecto, además, debían haber recibido a babor los disparos de Niebla, precisamente calculados para esta coyuntura, y al final de él, si por milagro hubiesen  logrado superar tal cúmulo de obstáculos - complicados, además, por la técnica de las velas, golpes de viento y uso preciso del canal de navegación - y logrado ganar el fondeadero, las baterías de Corral debían rematar al intruso de frente y de flanco; Un inverosímil desembarco después  de semejantes dificultades debía ser repelido por los fuegos del Bolsón, donde era presumible que,  más que en condiciones de atacantes, los invasores estuviesen literalmente en la de náufragos.

 

 La  confianza que esta teoría de defensas parecía garantizar,  no agotaba, sin embargo, los recursos previstos ante cualquier  amenaza. Si el enemigo había logrado posesionarse de toda la ribera suroccidental  del puerto, era necesario remontar el río para tomar la ciudad; sin ello quedaba aislado, sin posibilidad de abastecimiento, expuesto a un sitio por hambre, si no a ser desalojado por una expedición regular, consciente de los secretos necesarios para garantizar su éxito. Los barcos, para alcanzar Valdivia, debían penetrar por las bocas del Valdivia o del Tornagaleones, sorteando los fuegos de Mancera, Santa Rosa, Piojo y Carboneros; una retirada de todas las fuerzas del puerto a la ciudad sería cubierta a medio camino  por la batería de la Isla de Mota, en el Valdivia; la ciudad, con las defensas antes citadas, estaba equipada para poder resistir  con éxito un ataque que debían suponerse de condiciones desventajosas para el enemigo.

 

Si éste, por el contrario, al llegar a la bahía optaba por un desembarco, debía hacerlo en las playas adecuadas abiertas respectivamente al norte y al sur de la bahía. La primera, El Molino, era barrida como lo vimos por la batería del mismo nombre; por razón de las citadas corrientes un desembarco aquí era poco recomendable.

 

La playa de la Aguada, en el otro extremo del sistema, era el punto que quedaba. La comunicación por tierra con las demás fortalezas debía  hacerse por intrincados senderos obstruidos por una vegetación selvática, troncos e imposibles roqueríos; en los esteros que los interrumpían, existían puentes portátiles que  se quitaban en caso de retirada; en realidad esta comunicación era tan penosa, que no era utilizada nunca por las guarniciones, preferían la vía marítima; el fin específico de las citadas baterías de La Aguada del Inglés, El Barro y Chorocamayo Bajo, según vimos y lo especificaba el proyecto de 1767, era el de “descubrir, detener y ganar  tiempo, dando lugar a que los enemigos se pierdan en su empresa, consumiendo el repuesto que lleven de Víveres y que cansados de los trabajos... cedan y se retiren”. Como lo notarían después los autores de la toma, un par de cañones y un mísero puñado de hombres podían contener allí a todo un ejército, según el viejo expediente conocido desde la época de las Termópilas.

 

La gola de todas estas fortalezas contemplaba el clásico sistema de reductos,  revellines y glasis; no obstante, es necesario reconocer que él quedó en las tintas y acuarelas de los planos, pues confiados en la impracticabilidad de las  comunicaciones terrestres, sus ejecutores no se dieron mayor maña en llevarlas a la práctica. El mecanismo de todo este aparato defensivo debemos retenerlo para la perfecta comprensión del ataque de 1820; sería el descuido de muchas o de la totalidad de sus partes la explicación de sus resultados.

 

 FORTALEZAS DESDE  DENTRO

 

Debilidades

El examen de la fachada nos permitió  ver ya entre sus grietas el verdadero estado de las defensas del puerto; toca ahora investigarlo mirándolo desde dentro.

 

Dos puntos débiles presentaban las fortificaciones de Valdivia ante un posible atacante,  sin contar su vulnerabilidad a los desembarcos, ya insinuada, y su desguarnecimiento, que merece párrafo aparte. Una debilidad era su mal estado, la otra su insuficiencia técnica. Así como para comprender la gloria que su conquista daría a las fuerzas de la patria es necesario aquilatar el valor de conjunto de las fortalezas, al revés, para explicarse el increíble, si no el absurdo de su pérdida, es necesario tener presentes sus evidentes debilidades; el mérito de Cochrane no consistió en un ataque suicida, sino en una inequívoca certeza de éxito, producto de una madura reflexión, después de un reconocimiento directo. “La empresa era arriesgada - diría -, sin embargo, no iba a hacer nada que fuese inconsiderado, estando resuelto a no emprender cosa alguna hasta haberme convencido, estando resuelto a no emprender cosa alguna hasta haberme convencido completamente de su practicabilidad.

Debilidad técnica era  prácticamente en todos los castillos su frente de tierra. Al corregir Cermeño en 1767 los anteproyectos de Garland había estipulado de manera expresa: “he formado otros únicamente para hacer ver que no queden tan sencillos por la parte de tierra, fiados sin duda en lo fragoso de los montes, porque advierto, y se reconoce así por el mapa como por los mismo planos, que a ellos se dirigen caminos que tal vez con  más o menos trabajo pueden habilitarse lo bastante para superar un endeble recinto”.

 

La advertencia no fue llevada a la práctica, salvo en Niebla, cuya línea de gola reproduce hasta hoy el esquema delineando por el célebre mariscal;     a sabiendas  de esto, Cochrane eludió el ataque a este castillo. Si el desembarco patriota hubiese sido distinto. Mérito, no-casualidad, hubo de ser esta última distinción; todo induce a confirmar que conscientemente el Lord,  con el consejo de Beauchef, eligió la única vía posible, confiando luego fríamente en la secuencia lógica de las medidas arbitradas.

 

Debilidad técnica era la increíble estrechez de San Carlos, según Garland, “de tan corta capacidad que no admite edificio interior alguno ni aun servirse puede su artillería con desahogo”.

 

Debilidad técnica era la corta capacidad de Amargos y su pésimo frente de tierra, fallas ambas advertidas por el citado Garland en 1765.  Sus cañones, según él, “no pueden servirse con comodidad por la mucha estrechez del sitio”; la gola, además, “era antigua y de poca defensa por lo muy reducido de sus baluartes y corta extensión de sus flancos, sus muros de piedra cancagua..., mal construida y con sólo diez pies de ancho... En atención a la mala disposición, peor fábrica y corta capacidad  - agregaba -, será preciso construirlo de nuevo dando mayor extensión así al frente de tierra como     a la batería que corresponde al mar...” Amargos  no se reconstruyo y el análisis de los planos antiguos y anteproyectos de 1767 nos permite comprobar  que subsistió con su traza  seiscientista, con la cual llegaría hasta nuestros días.

 

Debilidad técnica era la mala disposición de Chorocamayo, teóricamente óptima, pero de efecto nulo en la práctica; sus piezas de grueso calibre, a juicio del gobernador de la ciudad el año después de la toma, “son inservibles donde se hallan porque nada defienden”.

 

Debilidad técnica en el conjunto defensivo era el carácter de punto muerto adquirido por el castillo de Mancera, después que el plan de 1767 había reducido su valor “por considerar que todos los fuegos de esta fortificación son  de ningún efecto así para la defensiva como para la ofensiva”.

 

El castillo de San Pedro de Alcántara sería, en 1820 como hoy, una mera reliquia arqueológica.

 

Mal estado, en cambio, era el de conservación de todas estas costosas fortalezas; ya en 1810 se había denunciado que su condición  era tal  “que no pueden resistir, según toda probabilidad, a los esfuerzos de dos fragatas de guerra”.  “La incurría  y rapacidad de los españoles había puesto en tan miserable estado los edificios de las fortificaciones de este puerto, sus almacenes y cuarteles  - escribía el gobernador de la ciudad, ocho meses después de la toma- que estaban inhabitables y los pertrechos, principalmente la pólvora, imposibles de conservarse.”  Cuando el mismo gobernador buscaba, en mayo de 1821, recintos capaces de ser de nuevo ocupados por tropas, no los encontraba, “porque parece ser que a propósito los españoles pusieron cuidado en deteriorar aquellas fortificaciones habiéndose encontrado los techos, los tabladillos, los almacenes y, además habitaciones en el próximo estado de su ruina “; Aunque los calificaba de hermosos edificios, todos sus techos estaban podridos y su recuperación demandaba cuantiosos gastos. También el aspecto de su conservación así, la fama de las fortificaciones de Valdivia era exagerada. Sea cual fuere su estado, construcción y mantenimiento había significado uno de los más ingentes gastos de la hacienda real en el continente.

 

Lord Cochrane y después de él numerosos autores asignaron de manera vaga un avalúo de un millón de pesos de la época al costo total de los castillos de Valdivia; La realidad era distinta y la suma exageradamente mayor. Ya en 1655 su costo se graduaba en tres millones trescientos sesenta mil pesos; según las cuentas de la tesorería  de Valdivia, las inversiones totalizaban en 1810 la increíble cantidad de treinta y seis millones.

 

Tal suma, escalonada a lo largo de los años,  no significaba de ninguna manera que su situación fuese perfecta; continuaremos analizando sus defectos.

 

Vulnerabilidad

 

Aquí y allí, si bien disimuladas en roquerío y ensombrecidas por la espesura vegetal, había, además, playas más o menos grandes, susceptibles de ser abordadas en un desembarco; las hemos mencionado al estudiar el mecanismo de las defensas.

 

Con ser un problema grave, no había sido descuidado por los responsables; en enero de 1765 ya se había rendido un informe prolijo sobre el tema. A pedido del propio presidente del reino se había oficiado al antiguo sargento mayor de la plaza, Pablo de la Cruz y Contreras, quien en una exacta “razón”                         

Fechada el 4 de enero de 1765 había contestado enumerando desembarcaderos en la playa de El Molino, La Cabria, La Garita, La Aguada del Inglés, El Barro, Corral, Ensenada de Barragán, en Mancera, playa de La Garita y el castillo de “Emaús” (Baides).

 

Ala vista de este informe, Garland explicitó, en diciembre del mismo año, ser los relacionados sólo los puntos más conocidos. Él por su `parte había  reconocido uno entre “el Morro Gonzalo y La Aguada del Inglés, otreo entre la batería de San Carlos y El Barro y el castillo de Amargos, otro en el paraje nombrado Los Postigos, otro contiguo a este castillo antes de doblar la Peña del Conde; otro en la costa norte de Chorocamayo, otro en la costa de la propia montaña que mira al surgidero, otro en la playa de Corral Viejo, otro en el mismo Corral Nuevo y otros menos importantes entre este último y las puntas de Santa Rosa y  La Trinidad. Finalmente – agregaba -, la isla de Mancera es accesible por todas partes, excepto en el frente que mira al surgidero...”

 

Con una seguridad que sorprende, estimaba, sin embargo, que  “de estos parajes, los comprendidos entre el Morro Gonzalo y el castillo de Amargos – precisamente los abordados por Cochrane – son los de menos cuidado..., porque para arrimarse el enemigo necesita tiempo de bonanza por la mucha risquería que hay, y resaca del mar, y en la internación que después intente, se encontrará con varios desfiladeros y pasos precisos, los cuales no podrá excusar por las montañas y quebradas hondas de que está circuido el puerto. Estas defensas que son naturales –remachaba- se podrán ayudar con el arte haciendo cortaduras y escarpando el terreno en los parajes donde se reconociera mayor necesidad, con atención  siempre a que no  convendrá se practiquen las mismas diligencias en tiempo de paz, porque fuera cortar intempestivamente y sin necesidad la inmediata comunicación del punto con los indios de la costa, lo que sí importará en las ocasiones de rompimiento de guerra a fin de evitar mayores inconvenientes en caso de repentina invasión”.

 

Resulta ocioso ponderar el valor del parecer de Garland, a la vista de su total incumplimiento en 1820; si bien el desembarco se efectuaría en el punto indicado, no se hizo uso ninguno de los recursos propuestos para la obstrucción de los senderos, por lo demás, según se ha visto, señalados por varios otros ingenieros.

 

Al aprobar la junta de generales de Madrid, el 13 de marzo de 1793, el ya citado plan de defensa del mar del sur, recomendó a su vez con particular interés La Aguada y El Molino, “indispensables para la defensa del puerto, que, omitiendo alguna, podrían ser funestas las consecuencias” El informe de Olaguer Feliú, en mayo de 1807, igualmente reducía la clave de la invulnerabilidad no sólo al buen servicio de las baterías, sino “a la oposición que debe hacerse al enemigo  con el mayor vigor en caso de desembarco en las playas colaterales”. “No es posible que escuadra alguna se arroje a forzar  a la entrada  del puerto –agregaba luego, porque a la vista de la contigüidad de las baterías y de la facilidad con que se cruzan sus fuegos...sería locura hacerlo...la cantidad de hornillos para la bala roja que arden en las principales baterías es capaz de detener al enemigo más atrevido, de forma que el ataque más probable que debemos esperar y precaucionar es un desembarco en la playa del Molino o en la Aguada del Inglés, o en las dos a un mismo tiempo. Esta es la defensa principal a que debe prepararse esta  plaza” Al tratar individualmente el fuerte la aguada del Inglés especificaba aun  ser “donde se debe poner la mejor tropa para impedir el desembarco que pueda hacerse en las playas más al oeste de ella”; “éste es el punto –insistía- que debe defenderse con el mayor tesón: en él estriba, puede decirse, la seguridad del puerto y así no sólo los cien hombres que se destinan han de defenderle, sino que también la mitad de la guarnición de San Carlos ha de acudir en tal momento a auxiliarles”.

 

El mismo plan de defensa de 1810, que refiriéndose a nuestros Castillos decía que “mirados desde el río presentan un aspecto verdaderamente formidable, pero por la gola muchos están abiertos  y todo dominados por padrastros a tiro de pistola”, agregaba que “si el enemigo desembarcara 400 ó 500 hombres detrás del fuerte de San Carlos o en la playa del Inglés, que ofrece un fácil y seguro desembarco, y se dirigiera al puerto por las alturas, tomaría en detalle todo los demás fuertes sin pérdida, por bien defendidos que fuesen”. Esto es lo que exactamente haría Cochrane y lo que no han señalado los que han estudiado su hazaña; La misma noche en que ella se había consumado, Beauchef haría ver al comandante de Corral las fallas de su defensa; sus puntos de vista serían los mismos previstos por las citadas autoridades españolas. Con ser grave este olvido, alas  debilidades técnicas, el mal estado y la vulnerabilidad, existía aun un mal mayor.

 

Desguarnecimiento.

 

Al analizar el anteproyecto elaborado por Garland, el mariscal Cermeño ya había señalado en febrero de 1767: “la posesión es digna del mayor  aprecio así para la presente actualidad como para lo venidero, siempre que se aumente la población de aquellos países”; al oponerse al aumento de la fortaleza de Chorocamayo puntualizaba hacerlo precisamente por la ausencia de gente “porque de otro modo, lejos de ser útiles las muchas fortificaciones y puestos separados, han de reputarse por  perjudiciales”. Sólo proyectadas 55 años antes para una dotación constante de mil hombres.

 

Con ocasión de la guerra con Inglaterra,  el presidente Alvarez de Acevedo había  comunicarlo al  virrey Jáuregui a propósito de la guarnición de Valdivia: “a primera discusión se me  ofrece palpable al sentido común lo indefenso de esta plaza, porque no puede ocultarse al menos  advertido que la multitud de baterías que comprende y el número de 87 cañones con que puede defenderse...son ineficaces para alguna operación...por la falta de manos y fuerzas que los manejen  y pongan a cubierto”. El mismo gobernador de la ciudad indicaba que “si se atiende al manejo forzoso del número de cañones...., no hay gente para repetirla según ordenanza, pues aun artilleros, reducidos a cuarenta y siete, no hay sino uno para dos cañones.... En este sistema  -añadía- son  novecientos hombres arreglados lo menos que se requiere para procurar preservar alhaja tan  importante a la corona; no será satisfacción de ésta el que yo y los pocos oficiales nos sacrifiquemos por la lealtad y honor cuando no podremos evitar su pérdida”

 

El mal del desguarnecimiento era endémico, y tras la fachada de sus magnas fortalezas, su más vergonzoso secreto. En 1797, después de la inspección practicada por Tomás O’Higgins por orden de su tío el Virrey, advertía: “todas las baterías están con artillería cargada y con todo lo necesario, pero la guarnición es cortísima y en este estado presente, si este puerto fuese invadido de enemigos, no se podría contar con más que un tiro por cada cañón” Una de las mayores críticas de Mackenna a Valdivia era la exigencia excesiva de hombres; A su juicio, demandaba  1.440 artilleros y el doble en tropa veterana para su infantería. Los cuarteles construidos por Garland en Corral suponían  una guarnición de más de 1.000 hombres, y los levantados por Olaguer Feliú en la ciudad en 1807, 700: este último calculaba dos años antes en 1.163 soldados de línea el número mínimo de plazas necesarias para cubrir diez de las quince fortalezas; Ballesteros los estimaba en 1.318 y el gobernador Echenique, en 1781, en 2.000.

 

Sería prolijidad proseguir. Como veremos, en el momento del ataque de 1820 la dotación total, incluida la de la ciudad y las fortalezas interiores de Cruces y Río Bueno, ascendía sólo a 780. Cuando el Lord incursionó en la bahía antes de asestar el golpe supo que no había allí más de 400 y no dudó dos  veces en abalanzarse inmediatamente sobre ella. La debilidad no podía ser más evidente y no había pasado desapercibida a los jefes españoles en víspera misma de la acción; John Thomas refiere la sorpresa del Coronel Sánchez al llegar de la frontera a Valdivia y descubrirla “cual no sería su consternación cuando oyó que estas inmensas fortificaciones, construidas para albergar 5.000 tropas, apenas contenían 300...Poseía suficiente entendimiento para darse cuenta que la extensión de las fortalezas  las presentaba más débiles en vez de poderosas, cuando su defensa estaba en sólo las manos de quinta parte requerida en una guarnición  para tal objeto.

 

Comprendió –agrego- que no había mayor dificultad en tomar por sorpresa estas defensas tan débilmente manejadas...Antes de exponerse a tal fin prefirió  embarcarse en el   navío rumbo  al Perú”

 

Desde su misma fundación  en 1645 hasta  la revolución de la independencia, Valdivia padeció del mal crónico  de las desguarnición. En 1820 no lo sorprendería convaleciente sino peor. El hecho explica el carácter de muerte súbita que la intervención de Cochrane tendría para los defensores.

 

LA TOMA DE LAS FORTALEZAS DE LA BAHÍA DE CORRAL

 

Las Fuerzas combatientes.

 

Él ejército Real.

 

El 22 de junio de 1819  la suma total de plazas ascendía a 1.030. Un estado suscrito por el Coronel fausto del Hoyo, cuatro meses después, o sea, a escasos tres de la Toma de Corral, acusa una reducción de 140 plazas, producto de envíos en refuerzo de Benavides. Todo hace suponer que nuevos contingentes despachados con idénticos fines redujeron aun más la dotación, pues Ballesteros, Benavente, Plazuela y el mismo Miller concuerdan al asegurar que todas las fuerzas realistas en el momento de la toma ascendían a sólo 780 plazas.

 

De ellas, 417 componían el antiguo batallón fijo, 166 el Cantabria, 107 el batallón de cazadores dragones y 219 el real cuerpo de artillería; existía un depósito de 45 oficiales, de los que once habían sido agregados al fijo. Del mayor  interés resulta un análisis de la composición de estos cuerpos.

 

Batallón Valdivia.

 

Fundado en 1645, había sido el primero que había implantado en Chile, ya en  1735, la institución de los cadetes, severa escuela para la formación de los oficiales dirigida por instructores tan capacitados como el Coronel Tomás de Figueroa o el capitán de artillería Hipólito Oller, de eminentes servicios en España y Africa, bajo cuyas órdenes se prepararían todo los oficiales que bajo la bandera del monarca derrotarían  a Carrera en Chillan y a O’Higgins en Rancagua. El batallón Valdivia, según los especialistas  fue “un modelo de disciplina, de instrucción y moralidad..., figuró muy bien en las filas reales durante las campañas de la independencia..., fue...la base de la infantería española de esta época y el más firme y subordinado sostén de la madre patria”. Prácticamente la totalidad de sus componentes  eran naturales de la ciudad, y la mayoría, de familias radicadas en Valdivia desde hacia varias generaciones; una lista de individuos cuyos parientes percibían asignaciones confeccionadas  el 28 de enero de 1820, casi una semana antes de la toma, permite identificar a los 18 oficiales de las seis compañías como Valdivianos, incluidos los seis miembros de la plana mayor.

 

El Regimiento Cantabria.

 

El regimiento expedicionario Cantabria había siso destinado a Chile y trasladado en la expedición de la María Isabel, zarpando de Cádiz el 21 de mayo de 1818 bajo el mando del coronel Fausto del Hoyo; sus 166 plazas pueden decirse eran casi en su totalidad llenadas por  peninsulares, veteranos de la guerra con Francia.

 

Batallón Dragones del Frontera.

 

Como lo indica su nombre, provenían de Concepción y también en él la proporción de criollos era casi absoluta; uno de los jefes supremos en la desarticulada defensa de Valdivia sería su coronel, Clemente Lantaño, natural de Chillan.

 

Real Cuerpo de Artillería.

 

Fundado en 1645, había sido arreglado sucesivamente en 1754 por el capitán Pedro Fernández de Lorca, por el coronel inspector Juan Zapatero y Salazar en 1791 y por el brigadier José de Berganza en 1810. Contaba con un parque que en 1791 se pensó elevar  a la categoría de “arsenal de cureñas y, además, adherentes para el servicio de la artillería de todas las plazas y puertos de este reino y aun del Callao, Lima y otros del Perú”; hacía ejercicios diarios en el manejo del cañón, y como cuerpo estable y de antigua data  el lugar estaba compuesto casi en su totalidad por criollos.

 

 

Se ha repetido que además de  la tropa de línea, guarnecían  las fortificaciones otras tantas plazas de milicianos; este punto merece un análisis valorativo para determinar su efectividad.

 

Conviene anticipar que las milicias de Valdivia habían constituido otro mal  endémico de la ciudad; “la compañía de milicias –escribía su gobernador al presidente del reino en 1805- es por ahora igual a cero; porque compuesta de cuanto individuo existe de toda  clase y calidad del pueblo y sus inmediaciones, será   preciso pase más tiempo hasta que se verifique su instrucción”. “Inexperta y difícil de subordinación –diría otra autoridad-, en  ningún caso podrá  ser su auxilio suficiente...., con que si no se socorre  esta escasez, se aventura el presidio más importante  de la monarquía en estos reinos” En realidad, los estados generales de estos cuerpos en Chile, normalmente no incluyeron por mínima la dotación de Valdivia.

 

Aunque Cochrane le asignaría mil plazas, la verdad es que en las mismas fuentes patriotas no hay apoyo para tal  apreciación: Benavides las reduce a trescientas y Miller a 829; como señala este último, “la mayor parte de milicianos estaba en Osorno, treinta leguas hacía el estrecho de Magallanes, y en la ciudad de Valdivia, catorce millas dentro del río”. Su contingente, reclutado en el paisanaje, era en fuerte proporción criollos y sus cortos efectivos se pasarían al bando patriota casi en el momento mismo de la acción. De todos modos, de estos datos resulta que en realidad las fuerzas milicianas no representaron defensa alguna y no enfrentaron a los patriotas por no estar en el puerto, además de que su efectividad era nula por su número, defectos de constitución e ideas de sus integrantes.

 

La oficialidad.

 

Prácticamente la unanimidad de los autores  atribuye al jefe de Corral, Fausto del Hoyo, la comandancia suprema de las fuerzas militares de Valdivia y consiguientemente –aunque sin afirmarlo de manera rotunda- la responsabilidad de la derrota sufrida por los Españoles en 1820, lo que les significaría perder la totalidad de las Fortalezas de la Bahía de Corral.

 

Fausto del Hoyo y Sánchez;

 

Tenía  39 años, pues había nacido en Córdoba, Andalucía, de una noble familia, a principios de febrero de 1781. A los trece años había iniciado su carrera como cadete en el Regimiento de infantería de Zamora, dentro del ejército  de Guipúzcoa y Navarra, durante la guerra con Francia. A los 18 había participado en las expediciones a Rochefort y Brest, a los 25 años –o sea, en 1806- había pasado  a Etruria, de allí a Alemania y al ejército de Elba en la expedición del General marqués de la Romana; en agosto de 1808 se había embarcado en Dinamarca, volviendo a España a tiempo para participar en la batalla de Espinosa de los Monteros, el 17 de noviembre de aquel año. Fogueado en las heroicas acciones de Penedo –6 de marzo de 1809-, toma de Villafranca del Bierzo, valle de Peguín, ataque y cerco de Lugo –19-21 de mayo-, con la división auxiliar de Galicia en Asturias había participado en la acción sobre Peñaflor y Seceda y en la toma de Grao (19 de marzo de 1810). Hecho prisionero en el ataque del Puente de Nova, el 14 de abril de aquel año, fue conducido a Francia, donde se le retuvo hasta abril de 1814. Clasificada su conducta de limpia y aprobado su altivo comportamiento durante esta dura prisión, por  real orden del  23 de enero de 1818 fue nombrado jefe del Cantabria y de toda la división destinada al Mar del Sur, al mando de la cual llegó a Talcahuano el 26 de octubre de 1818.

 

Fausto del Hoyo participó en todas las acciones en que esta fuerza se vio comprometida desde el día de su llegada hasta la retirada de Los Angeles, paso del Bío Bío  y repliegue a Valdivia, entre enero y mayo de 1819; Aquí por falencia del jefe superior Montoya, se dio maña en arreglar las fuerzas existentes. Pezuela firmó el 7 de marzo los despachos que le concedían grado de coronel subinspector general del ejército de Chile. Al llegar a Valdivia lucía en su pecho la estrella del Norte o Estrella Polar, condecoración sueca creada por Federico I en 1784; la cruz del Ejército de la Izquierda, por su actuación en la guerra de la Independencia de España, y la cruz y Placa de la Real y Militar Orden de San Hermenegildo, por premio a la constancia militar.

 

Después de su derrota en Corral (1820), a su regreso a España, ganaría la célebre Laureada de San Fernando después de haberse presentado a la Regencia y obtenido en junio de 1825 la real orden que lo vindicaba como exento de purificación, confirmándolo, además, en la comandancia de la Villa del Carpio y luego de la ciudad de Córdoba. Posteriormente tuvo lucida actuación en las acciones de Burgos, ciudad Rodrigo, Oñate, Vitoria y Asanta, distinguiéndose lo suficiente como para que la reina gobernadora le extendiese en diciembre de 1833 los despachos de brigadier; sus heroicas actuaciones en Hurzo, Cenauri Marquina, Portugalete, Rigotes y Murguiza, si bien no lo exoneran de las responsabilidades de la pérdida del 3 de febrero de 1820 de la totalidad de las fortalezas de la bahía de Corral, plantean una interrogante en torno a su fracaso en ese día.

 

Aunque María Graham no le atribuye inteligencia sobresaliente, lo reconoció como hombre ingenioso y amante sincero de su patria, su comportamiento valeroso en la breve, aunque inútil, defensa de su puesto sería abonado por el testimonio de sus más nobles contendores: Beauchef alabaría su valentía y Cochrane, en reconocimiento a ella, le brindaría su generosa amistad y protección; su brillante hoja de servicios consigna que al ser tomado prisionero se comportó “con el honor, delicadeza y bizarría de un buen jefe...manteniéndose siempre firme y fiel a su juramento”. Fallecería en Madrid el 9 de marzo de 1845 a un mes del jubileo de la toma de Valdivia.

 

Otros oficiales Españoles serían; Gobernador Manuel Montoya, Francisco Narvaes y Borghese, Miguel de Senosiain y Ochilorena, Juan Santalla y Domínguez, Gaspar Fernández de Bobadilla, Juan Nepomuceno Carvallo Pinuer.

 

 

Nombre

Antecedentes.

Manuel Montoya

Verdadero  jefe de las fuerzas de la ciudad y su puerto (Corral), como de toda la provincia por razón misma de su cargo, era el gobernador. Su título de tal, en virtud de la legislación vigente lo establecía desde su institución en 1645 sin que antes de 1820 se expidiese orden alguna que innovase nada al respecto. En el gobernador de Valdivia, según el más autorizado  historiador colonial, Carvallo Goyeneche, “reside toda la autoridad gubernativa” su último detentor no sería ciertamente una excepción a tan preciso instituto.

Montoya había nacido en Navarra en 1750 y comenzó  a servir en el regimiento de Soria desde marzo de 1771. De guarnición en Orán y en el bloqueo de Gibraltar nueve años después, se había embarcado a América en el ejército de operaciones del general Vitorio de Navia. En el Perú había sido comandante militar de la costa de Trujillo y Lambayeque por nombramiento del virrey Gil y Lemos, y en Chile participo en las acciones de Membrillar, Quechereguas  y Rancagua como jefe del batallón veteranos de Chiloé y comandante de la segunda división del ejército real. Gobernador de Osorno y dos veces interinamente de Chiloé, teniendo en mano una cédula que le permitía regresar a España no hizo uso de ella por asistir a la restauración de Chile, fin al que, además, aportó un cuantioso donativo de dinero. Nombrado en 1813 mayor general del ejército del Rey, había desempeñado ya entonces en forma interina el gobierno de Valdivia; propuesto por Ambrosio O’Higgins como uno de los  rehenes realista del tratado de Lircay, fue rehusado por el general Gainza, para quien era un auxiliar eficiente. Condecorado con la Cruz de San Hermenegildo y nombrado coronel efectivo por título del 16 de mayo de 1813, sería Osorio quien le nombraría nuevamente gobernador de Valdivia al ser transferido su titular, Ignacio de Justis y Herrera, al archipiélago de Chiloé; a pesar de sus buenos servicios, era mirado, según  Ballesteros, con alguna distancia por sus paisanos. Según Vicuña Mackenna era “un anciano lleno de achaques y de supersticiones devotas”; en Membrillar, el 20 de marzo de 1814, había perdido un brazo y al ser designado por Osorio para el cargo de Valdivia,  sólo pensó en premiar su antiguo mérito, sino considerado ser aquel puesto un honor sin mayores exigencias, “para descanso de su avanzada edad”.

En realidad, lisiado, con 40 años de servicio, y más de 60 años de edad, Montoya era la persona menos indicada para gobernar una plaza de tanta importancia en un momento tan crítico; aun menos lo sería para considerar un ataque dirigido por un genio de la categoría de Cochrane. Por lo demás, algo sospecharon sus jefes al poner bajo sus órdenes a Fausto del Hoyo y Sánchez; “agobiado por el peso de los años”, “senectud e incapacidad”, el mismo reconocería todo esto después de su derrota y lo comprobaría muriendo de muerte natural al poco tiempo, en Chiloé. Así lo estimó Quintanilla, el gobernador de aquella plaza, al relevante luego de recibirle bajo su amparo, en atención a que “su avanzada edad no le permitía  hacer un servicio activo”.

La plena  responsabilidad de la pérdida de Valdivia corresponde no a Fausto del Hoyo, sino a su jefe, Montoya; cogido prisionero el primero en acción de guerra después de tomadas varias baterías, el segundo perfectamente pudo haber asumido una actitud ofensiva, favorecido por el número de sus fuerzas y la calidad de las numerosas fortalezas que retenía sin disputa bajo su mando. En ves de esto huyó y esta actitud tiene su nombre propio, que los de su bando no silenciaron: de traición la calificaría Quintanilla. Su vejez explica las cosas, pero no lo exonera; más atrás, la última responsabilidad viene a recaer en los jefes supremos que habían puesto inconscientemente en sus manos tan delicado cargo. De modo paradójico, había sido el célebre Mariano Osorio, vencedor de Rancagua, pero también perdedor en Maipú, el de la luminosa idea; es necesario proclamar que fue la crisis de mando la verdadera causa de la perdida de Valdivia y ello lo demostraría Quintanilla, que con menos fortalezas, hombres y dineros rechazaría a Cochrane, a Miller y sus bravos soldados con un par de disposiciones y en un mínimo de tiempo.        

Francisco de Narváez y Borghese

Conde de Yumuri y Marqués de la compuerta, nacido en Loja, Granada, el 29 de mayo de 1795, por sus venas corría la sangre de los duques de Valencia; había ingresado al regimiento de infantería de Aragón a los 12 años; subteniente ya a los 15, a los 13 había recibido su bautismo de fuego en la batalla de Rioseco, en julio de 1808 probado luego de 16 acciones contra los franceses, paso a América en 1818  condecorado y con grado de capitán en la expedición del Cantabria, como primer ayudante de su jefe supremo; a la vez él jefe de estado mayor, en Talcahuano se había distinguido en pequeñas  escaramuzas, impidiéndole el giro adverso de las armas reales después de Maipú, actuar con el brillo con que lo había hecho España contra los franceses antes de su venida a Chile, repetido a su regreso, ocasión en que llegaría al más alto grado del escalafón militar –teniente general-, gobernador de Madrid, capitán general de Castilla, secretario de Estado y Ministro de Guerra de Isabel II, gran cruz de las más altas ordenes militares y cantidad de otras condecoraciones.

Miguel de Senosiain y Ochilonera

Teniente general de caballería y de mariscal de campo de los reales ejércitos. Nacido en Navarra en 1790, antes de pasar por Chile había asistido a 59 batallas, varias de ellas en el territorio de Francia; llegado como sus demás compañeros con Fausto del Hoyo, con grado de Teniente de cazadores dragones, había pasado a Valdivia con los restos del Cantabria, viéndose limitada su actuación en la toma por las mismas causas que los anteriores oficiales: Su nombre terrible como jefe de guerrillas en la frontera y famoso por su carrera estelar a su vuelta a España, es otra interrogante en el cuadro de la oficialidad del ejército que debía defender Valdivia. El futuro gobernador de Cartagena y Alicante y Gran Cruz de las supremas órdenes españolas, debió sujetarse en Chile a las de un oscuro gobernador y su suerte debía ser aquí la propia de aquél, una vergonzosa derrota.

Juan Santalla y Domínguez

Nacido en la Habana en 1750, que según la opinión unánime se nos presenta como “notado por su fuerza personal, su crueldad y cobardía”, por su edad y grado debió ser en la acción que estudiamos superior  de los oficiales citados, con las consecuencias que eran de preverse; Se le sindica como uno de los  causantes  más directos de los últimos reveses  en la provincia.

Gaspar Fernández de Bobadilla

Nacido de noble familia en la Rioja y guardia de Corps de Carlos IV en 1805, había actuado a su vez en 38 batallas contra los franceses, recibiendo numerosas condecoraciones, heridas y felicitaciones del propio monarca. Venido a Chile con el Cantabria,  el día de la toma sería el ausente comandante de Niebla; aunque lograría ejercer su mando y disparar algunos cañonazos, lo abandonaría su tropa. Su actuación en la retirada, a juicio de los patriotas, sería tan torpe como la de Santalla

Juan Nepomuceno Carvallo Pinuer

Antiguo jefe del Valdivia y coronel graduado de infantería, era después  de Fausto del Hoyo él más alto oficial de la guarnición de la ciudad: nacido en ella el 18 de junio de 1773, era hijo del gobernador Ventura Carvallo Goyeneche y de Nicolasa Pinuer Zurita, de las primeras familias del lugar. En Rancagua había sido comandante de la vanguardia y jefe de la infantería de Osorio, ocupando luego altos puesto militares sustentados con el brillo de su cultura, distinción y fortuna personal. Criollo de cepa, e irreductible en sus convicciones monárquicas, aun después de haber  sido tomado por Beauchef, fraguaría conspiraciones que lo llevarían  al destierro de la ciudad.

 

EL EJERCITO PATRIOTA

 

TOMAS ALEJANDRO COCHRANE

 

Comandante supremo de todas las fuerzas era Lord Tomas Alejandro Cochrane, con el título de vicealmirante de la escuadra Chilena; almirante era el director supremo del Estado, Bernardo O’Higgins.

 

No siendo éste el lugar para hacer la biografía  de tan egregio marino, conviene recordar, sin embargo, que el 10º conde de Dundonald, barón de Cochrane, Dundonald, Paisley y Ochiltree, par de Escocia y futuro marqués de Maranham, gran comandante de la Orden del Baño y almirante de la Flota Real Británica, era según la autorizada opinión de Archibald Alison, el jefe naval más notable después de la muerte de Nelson. “Igual a su famoso predecesor en coraje personal, en  entusiasmo y amor a su patria –dice el autor  en su Historia de Europa-, Cochrane era superior a él en su originalidad, poder inventivo y recursos inagotables”.

 

Nacido en Anark, Escocia, el 14  de diciembre de 1775, tenía en consecuencia en el momento de la toma 45 años de edad, pero su experiencia en la guerra, en la paz y sobre todo en su  agitada vida, hacían de él un veterano en el que se aunaban la audacia de la juventud con la prudencia de los hombres maduros, la distinción  de su persona con la generosidad de sus ideales, la confianza  del vencedor con la seguridad del político curtido en duras pruebas.

 

A los 25 años, comandante de un bergantín, había liquidado 50 buques en una campaña en el Mediterráneo y a los 33, con otro, buena parte de la escuadra francesa en Aix. “El Lord almirante Cochrane –decía Alvarez Condarco al presentarlo a O’Higgins después de haberlo contratado en Londres, en agosto de 1818- no  necesita otra cosa que anunciar su nombre para interesar los  más altos sentimientos de V.E...; he ensalzado la liberalidad de sus principios y su pasión favorita por la libertad de los pueblos, he  manifestado su generosa y firme resolución de adoptar a Chile su patria y consagrar a ella sus servicios...., no tengo que añadir sino la confirmación de lo que la celebridad de su fama debe haber anticipado, haciendo justicia a las eminentes cualidades de esta ilustre persona”.

 

La Marina   

 

Las  fuerzas navales venían distribuidas en tres unidades de la escuadra, todas ellas con su historial notable en los anales de la Marina.

 

 

 

Nombre de la Nave

Características

La O’Higgins

Acaso el navío más importante existente en aguas del Pacífico, había sido construido en 1813 en los astilleros de San Petersburgo y vendida  con otras unidades de la flota imperial Rusa a España en al año 1818, para recibir allí su nuevo nombre, Reina María Isabel. Venida a Chile comandando las varias veces citado Convoy de transporte a cuyo abordo traíase a estas costas el regimiento Cantabria, había sido  tomada por Blanco Encalada en la isla Santa María en octubre de 1818 en una acción sin precedentes, verdadero bautismo de oro para la armada nacional.

Montaba 50 cañones, contaba 1.1220 toneladas y su dotación, según un estado de 1819, era de 232 hombres. Esta cifra  revelaba varias plazas vacantes y todo induce a pensar  que por lo menos en el momento de zarpar a Valdivia ellas hubieron de ser llenadas.

Efectivamente: sabemos que en agosto de 1820 su tripulación ascendía a 516 hombres, pero  por otra parte el mismo Cochrane declara  en sus memorias que al embarcarse a la toma llevaba un total de 600 a bordo; si a esta suma le restamos los 340 proporcionados por el General Fraire, según estos cálculos unos 260 debieron constituir su dotación en el momento de ataque.

De la revista citada se desprende que esta tripulación contaba entonces 73 Ingleses, 10 Norteamericanos, 13 Suecos, Alemanes, Irlandeses, Holandeses y Franceses, un Filipino y nueve hispanoamericanos provenientes del Perú, Guayaquil y Río de la Plata, siendo todo los restantes chilenos, incluidos cinco Chilotes y un Valdiviano, Manuel Oyarce, soldado de la artillería.

Comandaba la nave desde el 16 de enero de 1819 el capitán de navío Robert Foster, cuñado de Lord, como marido que era de Juana Cochrane, dama alabada por los contemporáneos no sólo por su belleza, sino por su gran inteligencia y distinción; Comandante de la Marina Real Británica, según el testimonio de Thomas, fue Foster un navegante sobresaliente en la dirección de sus buques, con posterior actuación en Chile, donde desempeñaría la comandancia en jefe de la escuadra en la expedición fracasa sobre Chiloé en diciembre de 1822.     

Bergantín de Guerra Intrépido

De 18 cañones y 380 toneladas, había sido enviado a Chile por el gobierno de Buenos Aires, como contribución a la expedición libertadora del Perú. Una revista hecha poco más de dos meses después de la acción sobre Valdivia acusaba que su dotación ascendía a 75 plazas, incluidos oficiales; 40 de ellos eran Anglosajones y los  y los 35 restantes, en su mayoría Chilenos.

Thomas Cárter, comandaba el Intrépido, había sido cadete en la escuela naval de Gran Bretaña, teniente en el Thunderer, uno de los barcos victoriosos de Trafalgar, habiendo  servido, además, bajo las ordenes de Sir John Ducworth en el ataque a los Dardanelos, comandando luego en Egipto un desembarco en la expedición contra Rosetta. Con reputación de valiente ya en la marina Inglesa, Thomas lo describe como “alegre, muy vivo, buen compañero y, por consiguiente, amigos de la botella”. Ostentaba el grado de capitán de corbeta en la Marina Chilena desde el 26 de mayo de 1819, siendo ascendido al grado equivalente de fragata a raíz de su  actuación heroica en Valdivia, por título fechado en 18 de julio de 1820.

Goleta de Guerra Española Moctezuma

Había sido apresada por Cochrane en las inmediaciones de Callao en marzo de 1819 con cargamento de armas procedentes de Río de Janeiro; Era el tercer barco participante en la jornada.

De 200 toneladas y siete cañones, contaba normalmente 50 hombres de tripulación, pero un estado hecho seis meses después de la toma revela que la integraban 87 personas; su proporción mayoritaria de extranjeros, especialmente inglesa, debió ser en todo equivalente a la observada en  las demás unidades de la escuadra chilena: una lista de once oficiales y marinos licenciados en abril de 1820 después de ocho meses de entrenamiento en la goleta indica que diez de ellos eran ingleses, todos los cuales participaron en la toma.

Robert Casey, comandante de la Moctezuma, lucía una hoja de servicios igualmente brillante y pertenecía al copioso elenco de ingleses enrolados en la naciente Armada Chilena, arrastrados por el prestigio de su comandante Cochrane; “la escuadra –diría Gonzalo Bulnes- estaba compuesta casi en su totalidad de oficiales extranjeros, hasta el punto de encontrarse con dificultad un Chileno, ni siquiera un sudamericano en las clases de capitanes, tenientes, guardias marinas, pilotos, pilotines examinados.”

De actuación destacada en la expedición Libertadora, debe recordarse que la Moctezuma sería nueve meses después residencia flotante de San Martín y tres años más tarde, en enero de 1823, la nave insignia de Cochrane antes de alejarse de Chile.  

 

 

 

La Infantería de Marina Chilena

 

Guillermo Miller.

 

Comandante de las fuerzas de la infantería de Marina era el sargento mayor don Guillermo Miller, nacido en Wingham, condado de Kent, el 12 de diciembre de 1795 en el seno de una distinguida familia; como el caso de Cochrane, no parece éste el lugar adecuado para desarrollar su biografía como futuro mariscal del Perú, como vencedor de Junín y Ayacucho. Sólo hacemos notar que su actuación descollante en el episodio y la responsabilidad del cargo que ostentó a pesar de tener sólo 25 años, son indicios demasiado elocuente para ser comentados; con haber participado ya antes en otras empresas arrojadas, la toma de Valdivia debió significar para él con orgullo legítimo haría caudal en sus memorias. Su figura quedaría tan unida a la ciudad que O’Higgins antes de morir propuso en Lima en 1842 que “el rango de General de Chile sea conferido al gran Mariscal del Perú don Guillermo Miller, con el título de gobernador de las fortalezas de Valdivia en cuya toma se distinguió tanto”  

 

Francisco Erézcano.

 

Argentino, con grado de capitán del cuerpo, que había iniciado su carrera militar con el teniente segundo de infantería de Marina dado por el gobierno de Buenos Aires en diciembre de 1816 y que en premio a los méritos adquiridos en la toma recibiría el 20 de junio de 1820 el de sargento mayor.

 

Daniel Carson.

 

Norteamericano, teniente primero, en servicio desde agosto de 1817 en el batallón número uno de línea, del que había pasado en junio del año siguiente a integrar la escolta directorial como teniente. Efusivamente recomendado por Cochrane en enero de  1820 en el momento preciso de preparase en Talcahuano para el asalto a Valdivia, recibiría el 24 de abril, en premio a su brillante comportamiento, el grado de capitán, hasta posteriormente al de sargento mayor recién creado regimiento dragones de la Libertad, en el que obtendría la reforma.

 

Francisco Vidal.

 

Nacido en Supe en 1801 y futuro presidente de la República del Perú. Entonces con 19 años, se había incorporado en Huarney a las fuerzas de Cochrane en las primeras incursiones sobre la costa peruana, en julio de 1819. Su actuación en Valdivia, llevando en sus manos la Bandera Chilena, su heroica participación, ponderada en forma extraordinaria por cada uno de sus jefes, debió significarle un inolvidable estreno dentro de su carrera brillante; con reconocimiento lo indicaría implícitamente en sus valiosas memorias, muy desconocidas en chile y fuente insustituible para precisar interesantes datos de la acción. Es fama que Cochrane llamó con su nombre el Fuerte de San Carlos, en memoria del mérito adquirido durante el ataque en sus inmediaciones.

 

Otros  destacados participantes.

 

También destacaron por su actuación, recibiendo luego el proporcionado premio a su mérito, el teniente Eduardo Brown, que lo era desde julio del año anterior, el guardiamarina Juan Gof, el piloto Guillermo Wickans, los cirujanos Thomas Craig, Alejandro y Thomas White, el teniente Jorge Young, y el pilotín Diego George; los únicos chilenos en esta constelación anglosajona de la primitiva marina nacional fueron el guardiamarina Manuel Hipólito Orella, distinguido oficial que llegaría a ser capitán de  fragata y gobernador marítimo de Valparaíso y el contador Alejo Ruiz, que s su vez sería a partir de 1822 comisario honorario de la escuadra.

 

Las Fuerzas de Tierra Chilenas.

 

Componían estas fuerzas individuos escogidos de los batallones uno y tres de la infantería de Chile, comandados por el Sargento mayor Jorge Beauchef, de quien, al contrario de la mayoría de los demás jefes, puede decirse que tuvo en Valdivia la culminación de su carrera.

 

Jorge Beauchef.

 

Nacido en 1787 en Puy-en-Velay (alto Loira), había ingresado en 1805 al regimiento número cuatro de Húsares del ejército imperial, haciendo las campañas de Austria, Prusia y Polonia hasta 1806, encontrándose, entre otras célebres batallas, en las Ulm, Austerliz, Jena, Möhringen y Friedland. En la cruenta jornada de España, había caído prisionero, para evadirse al cabo de trece meses de cautiverio; Beauchef no disimulo su rencor hacia la nación que había humillado al victorioso ejército Imperial en su célebre guerra de independencia, en cuyas cárceles había recibido malos tratos y cuyo nombre, en fin, estaba vinculado a los peores momentos de su vida. Vuelto a Francia después de increíbles aventuras es escenarios tan distantes como Constantinopla, había tenido ocasión de reincorporarse al ejército sirviendo a Napoleón en la misma guardia imperial durante el gobierno de los cien días. A la caída definitiva del amo de Europa, Beauchef, con sus 28 años, no dudó dos veces sobre lo que le debía hacer: salió de Francia, emigrando a los Estados Unidos como comerciante, dispuesto a no ejercer más la carrera de la milicia si no fuese en su propia patria. Fue un antiguo colega de la vieja guardia, el barón de Bellina Skupieski, quien lo disuadió de estos propósitos, convenciéndolo de que aceptase su enrolamiento en las fuerzas que combatían  por la independencia de Hispanoamérica. Llegando a Buenos Aires, pasó en 1817 a Mendoza, al ejército Libertador, en el cual participó de los triunfos de Chacabuco y demás acciones que afianzaron la independencia  en el centro de Chile. Herido, pero enriquecido con valiosas experiencias, fue en Talcahuano donde lo conocería Cochrane, proponiendole la elección y el mando de las fuerzas de tierra en su proyectado ataque a Valdivia. Después de la toma misma, regresaría a la ciudad de Valdivia en julio de 1822  a  abril de 1823 como gobernador, ciudad que sería en realidad, la más ligada a su carrera militar.

 

Los que Secundaban a Beauchef en las fuerzas de infantería.

 

Secundaban a Beauchef el sargento mayor José  María Vicenti y León, natural de Santiago y el capitán Manuel Valdovinos, que finaría sus días en Valdivia, comandantes respectivos de las compañías de granaderos, de los batallones uno y tres de línea; entre los demás oficiales serían condecorados por su actuación los tenientes Dionisio Vergara, natural de Talca, que había sido incorporado a las filas de la patria en septiembre de 1817; Rafael Correa Saa y Lazón, nacido en las provincias Unidas del Río de la Plata, e ingresado a su arma en mayo de 1818 para ser más tarde egresado al estado mayor y en 1840 Ministro de Hacienda; el subteniente Francisco de Paula Latapiat, natural de Concepción e ingresado al ejército en octubre de 1819, después coronel y ayudante del estado mayor; Pedro Antonio Alemparte Vial, también nacido en Concepción y muerto prematuramente en 1821, y José Antonio Labbé, ingresado a su unidad en febrero de 1818 y muy recomendado por sus jefes por su valentía, sostenida invariablemente en las acciones subsiguientes a la Toma; José María Carvallo natural de Córdoba, Argentina, asesinado en Osorno en el motín de 1821, cumplió su parte con mérito en el ataque mismo.

 

EL ATAQUE A LAS FORTALEZAS DE LA BAHÍA DE CORRAL

 

Cerca de las 3:30 de la mañana, una recia sacudida despertó a toda la tripulación; la O’Higgins había encallado en un banco de arena en las rocas de la Isla Quirquina. El bauprés había chocado en tierra y estridentes bancadas de Choroyes, despertadas súbitamente, volaban alrededor aumentando la confusión; bastó la presencia del Lord para que el orden fuese restablecido. El  primer impulso había sido abandonar el buque; sin embargo, los botes salvavidas podían contener sólo 150 de los 600 hombres de a abordar. El almirante dio las voces oportunas para proceder a soltar la nave, lo cual se logró con la satisfacción; al amanecer, no obstante, se vio flotar alrededor gran cantidad de tablas descuajadas del casco que después de repasado reveló estar perforado; el forro de la quilla se había hacho astillas y la filtración de agua, que había anegado el polvorín, era de ocho pulgadas por hora.

 

Cochrane llamó a Beauchef para preguntarle si tenía el valor necesario para atreverse a continuar; a su respuesta afirmativa, estrechándole las manos, lo ratificó en su confianza.

 

El Francés  proporcionó los hombres necesarios para la urgencia, pero frente a la costa de Araujo las bombas ya no funcionaban; el propio almirante, que poseía notorias dotes de inventor, las arregló. Las dificultades, con ser suficientes como para arredrar al más entusiasta, no amilanaron sus ímpetus.

“-pues bien, mayor –comentó a Miller-, es preciso tomar a Valdivia antes de volverse atrás fuera mejor que nos ahogáramos todos..”

 

3 y 4 de febrero  de 1820.

 

A la altura de Punta Galera se despidió la O’Higgins, ya conocida en tierra y cuyos contingentes habían sido trasladados a las naves menores; una fuerte marejada y luego una calma dificultaron el traslado haciendo postergar hasta el día siguiente la operación de ataque. El almirante trasladó su pabellón a la Moctezuma.

 

El jueves 3 de febrero, alrededor de las tres y media de la tarde, el vigía del Morro Gonzalo veía acercarse dos naves con bandera Española; su debilidad externa tornábalas inofensivas, pero desde las  incursiones de la O’Higgins el mes anterior, la presencia de cualquier embarcación, por  amistosamente embanderada que se mostrase, suscitaba negras sospechas; al aviso del vigía todo los Castillos se pusieron en estado de alerta. Mientras los hornillos encendían sus fuegos, cientos y tantos cañones destapando sus bocas apuntaban al mar; en lenta maniobra, las naves se iban arrimando a la costa hasta estacionarse levemente al Sur del fuerte inglés. Un sol radiante revestía de esplendor el majestuoso escenario; iban pasadas las 4:30 de la tarde y una mar de leva dificultaba los movimientos necesarios para permitir acercarse y entenderse desde tierra a viva voz. Una bocina inquirió finalmente desde la fortaleza sobre la procedencia de los navegantes.            “-Españoles que vienen de Cádiz en buques del Rey –fue la respuesta”. Especificada la pérdida de botes en el cabo de Hornos fue solicitado inmediatamente el envío de un práctico. Pero los defensores del Rey no estaban dispuestos a dejarse sorprender de nuevo. El movimiento dentro de las baterías era visible desde la Moctezuma; un pelotón de 70 cazadores al mando de un capitán Iriarte salió a tomar posiciones en la playa de la Aguada; sus bocinas insistían en que se echase un bote al mar.

 

A bordo, entre tanto, reinaba la ansiedad que precede a los grandes momentos. La tripulación, sofocada bajo los entrepuentes, esperaba de un momento a otro la orden final. El almirante captaba toda las reacciones y movimientos de tierra y aun discutía con Beauchef sobre la posibilidad de entrar directamente a Corral; definitivamente  convencido de lo inoportuno de semejante medida, dio la orden de preparar las lanchas disimuladas a sotavento de los buques.

 

Fue en ese instante cuando una de ellas, por esos inevitables nerviosismos que cargan la tensión los momentos más delicados, malográndolos, se soltó descubriendo todo su porte a la vista de tierra, y con él, las intenciones de sus ocupantes.

 

Inmediatamente los cañones del Fuerte Inglés y de San Carlos rompieron el fuego, una bala de a 24 atravesó el Intrépido de lado a lado llevándose siete soldados. El almirante dio orden de mover las naves y acelerar el desembarco: como antes las noticias de un festín, la soldadesca se precipitó  alegre sobre las lanchas. Miller con sus 44 o 60 hombres de infantería de Marina enfiló la primera a la playa; una bala disparada desde  ese lugar le voló  el sombrero, mientras otra hería en el hombro al timonero Thompson; sucediéndolo en  su puesto, el mayor sería el primero en poner pie en tierra atravesando como por milagro las rociadas de fusilería que rasaban el agua. Un mar agitado y una densa alga marina que trababa los remos dificultaban la maniobra, agravada por el rompiente, en la misma playa; varios soldados llegaron heridos a aquel punto.

 

En otros botes seguían Beauchef con todos sus hombres y el propio almirante animando a todos, impertérrito ante la gravedad del peligro,. Los minutos que mediaron entre el desamarre de las lanchas y su llegada a la arena, bajo los fuegos aunados de la fusilería y la artillería de tierra, decidieron la empresa; Una arribada recibida con una descarga a quemarropa habría sido su fin. Felizmente la Moctezuma tenía una buena pieza de a 8 que fuera del alcance de los fusiles era capaz de dominarlos libremente. Al igual que en el Castillo de Niebla, el puesto de los fusileros adolecía además de un grave defecto, el de ofrecer un espaldón de piedra apto para el rebote de los proyectiles y en consecuencia utilílisimo en estos momentos para entorpecer su acción. Esto fue lo que se propuso por meta, con éxito, el referido cañón que apuntando a las rocas hacía volar trasquiles de piedra que se proyectaban sobre las espaldas de los fusileros con el efecto de una verdadera metralla, hasta impedirles el uso de sus armas. A punto de recibir a los atacantes, hubieron de abandonar su posición antes de perecer cogidos entre el doble fuego del pedrerío y de las bayonetas. Con su retirada dejaban libre al desembarco y con esto su defensa prácticamente perdida.

 

Arribadas sin embarazo la casi totalidad de las fuerzas, en el lugar más ancho de la playa, Cochrane   arengó con el fuego con que había sabido hacerlo en los momentos culminantes de su carrera.

 

“..¡ Soldados, uno de dos partidos tenéis que tomar: la muerte o la victoria. Son las seis de la tarde, hora en que la marea empieza a llenar. Si no vencéis seréis sumergidos por las olas o moriréis en manos de vuestros enemigos los españoles; y para que no tengáis esperanza de salvaros las lanchas que ordeno se retiren a bordo.”

 

Mientras los botes se recogían volviendo a los barcos, el almirante subía a su esquife dispuesto a dirigir desde el agua la acción de sus hombres, designados a San Carlos como punto de reunión.

 

Cumplida la primera y decisiva etapa del ataque, sus efectos comenzaron a sentirse en las filas enemigas. Desde luego el coronel Fausto del Hoyo no se encontraba en el puerto en el momento del ataque; en cuanto había oído los primeros disparos había partido apresuradamente desde Valdivia situada a 18 kilómetros, con el coronel Lantaño y con el comandante Bobadilla. La llegada de estos oficiales a sus puestos, que en todo caso se hizo bajo el influjo de la alarma y con apresuramiento extremo, al parecer no logró reparar el efecto producido por los primeros pasos del avance patriota. Lantaño juntó las fuerzas de Corral, Chorocamayo y San Carlos, puntos en los que dejó sólo una pequeña guarnición, y marchó  con todas ellas a la Aguada, donde se fortifico; Beauchef notaría después la torpeza de esta medida, que trabó la agilidad de los movimientos realistas, entorpeciendo en aquel punto la defensa precisamente por el exceso de gente. Desde allí mandó Lantaño al capitán Fermín Quínteros a obstaculizar el avance de los patriotas, pero el oficial, al ver el desarrollo de los acontecimientos, optó por recogerse intramuros del fuerte de la Aguada del Inglés, donde estaba su comandante.

 

Entretanto, Beauchef, encargado por Cochrane del comando de toda la operación de tierra, tomaba medidas: al despedirse el francés había asegurado al inglés que si tenía fortuna forzando el puesto de la Aguada conduciría sus tropas, al amparo de la noche, a paso de carga hasta Corral. El mayor se hizo preceder de seis soldados encomendados al mando de Vidal y del cabo José Antonio Roa con orden de no perder de vista la cabeza de la columna ni adelantarse más de 15 ó 20 pasos; Beauchef llevaba a su lado al cabo Monasterio, a quien había puesto en la alternativa de una recompensa en caso de éxito, o de muerte en el de traición: el antiguo prisionero  de la primera incursión del Lord a la bahía opto por lo primero y sería el más útil auxiliar en los futuros pasos del ataque. A Miller, por su parte, servía de guía el cabo español Vicente Rojas, de quien sería más tarde deudor de su vida.

 

El acceso desde la playa al fuerte de la Aguada del Inglés era una verdadera senda de gamos; las olas mojaban las altas y resbaladizas rocas que debían ser trepadas con trabajo, el ruido del mar agitado desorientaba completamente a los realistas. Los hombres de Beauchef avanzaban agazapados de uno en uno, procurando pasar desapercibidos y en cada recodo repetían con sordo entusiasmo: “viva la patria...¡Adelante, compañeros!.

 

En cuanto lo permitió  la mayor  amplitud del terreno, el mayor organizó una vanguardia de 70 hombres bajo el mando de Vidal y después de hora y media de marcha el guía anunció la proximidad del Fuerte Inglés con sus defensas complementarias  y sus dos unidades del 24: Beauchef detuvo la vanguardia con el propósito de asaltar todo juntos. Lo avanzado de la hora –eran las 9 de la noche- y la espesura del bosque proyectaban densa oscuridad en el recinto. Cuando el francés avanzaba en medio de la explanada, los centinelas del fuerte gritaron por tres veces consecutivas el quién vive: luego dispararon.

 

Los cañones de máximo calibre aumentados en su estruendo por el  silencio nocturno dejaron a los soldados súbitamente atónitos; por breves segundos debió estremecerlos la idea de aquella aventura en verdad increíble Beauchef los reanimó instruyéndoles que dispararan precisamente contra aquellas piezas; enseguida se precipitó adelante con sus granaderos al grito: “A ellos muchachos, y los Castillos son nuestros”.

 

En la oscuridad el fuego enemigo no lograba hacer puntería; Vidal, mientras tanto había trepado al interior de la fortaleza por la espalda. Los dos primeros atacantes que lograron escalar el muro fueron inmediatamente muertos a espada, uno por el capitán Jesús María de la Fuente, del  Cantabria  y el otro por el alférez Peña, secretario del comandante Fausto del Hoyo “joven de grandes recursos, muy instruido y que prometía mucho”. Su bravura no fue imitada y ambos oficiales fueron inmediatamente pasados a cuchillo por los granaderos patriotas, que ya  habían irrumpido en tropel dentro del recinto, precipitando afuera a sus defensores, todo ello en breves segundos y el mayor desorden; las bayonetas ejercían un poder mágico a los que habían resistido sin lograr escapar pedían cuartel.

 

Monasterio mostró el camino a San Carlos, adonde era urgente dirigirse tanto para evitar que los enemigos concertasen su defensa, como para poder juntarse con Cochrane. Desde la explanada, por lo demás, los patriotas habían  disparado contra su esquife en la creencia de hacerlo contra enemigos. En San Carlos, éstos no intentaron defensa alguna, tanto porque la premura del tiempo no dio lugar a organizarla, cuanto porque la premura del tiempo no dio lugar a organizarla, cuanto porque la posición en una isleta o península muy saliente permitía a los patriotas dejarlo a un lado y avanzar hasta el puesto siguiente sin que pudiera impedírselo su artillería toda dirigida al mar. En vano, además, su comandante intentó resistir: la tropa lo abandonó y a las 9:30 el castillo fue ocupado pos los Chilenos, transformándose en depósito de heridos bajo el comando de Erézcano. Unos 20 minutos después debió caer el Castillo de Amargos y exactamente a las 10:15 todas las baterías del amplio complejo defensivo de Chorocamayo; a los pies de este puesto, Miller pudo distinguir cómo se embarcaban en lanchas unos cien fugitivos rumbo Valdivia; entre ellos iba el comandante de aquella costa, Lantaño, ya imposibilitado por las heridas.

 

A estas alturas las posiciones se habían ido definiendo y la certeza de la victoria era en los patriotas completa; los soldados prácticamente corriendo, se adelantaban unos a otros reclamando como cosa que les pertenecía los puestos más avanzados, peligrosos y expuestos. Muchos en su alegría disparaban al aire, alertando su ciega confianza en un triunfo que daban por descontado. El Norteamericano Carson, que iba a la cabeza, detenía a veces la marcha precaviendo alguna emboscada y Beauchef, para pasar a la vanguardia, debía literalmente saltar por sobre sus soldados, a veces confundido con los mismos realistas. Parecía imposible, además, tal rapidez en el avance sin que  por otra parte de los atacados se hubiese hecho uso de ninguno de los  artilugios que la técnica de eximios ingenieros había previsto precisamente para  casos semejantes. El camino era endemoniado y en determinados puntos dominado por bien dispuestos cañones; los soldados caían en hoyos llenos de barro y raíces unos sobre otros; “estaba pintado como un diablo –recuerda Beauchef-, los canelones de mis charreteras se colgaron de las ramas, mi uniforme estaba desgarrado”. Poco después de la medianoche, jadeantes como perros tras la presa, doblaban la punta de Chorocamayo y avistaban por fin la negra silueta del poderoso Castillo de Corral.

 

Como hoy, el gigante extendía su dentadura de amenazantes troneras desafiante, como envanecido de orgullo, como dormido en invictos laureles. Nunca se había puesto en él plata enemiga; ni Narborough ni Strong ni Beauchesne ni Clarque ni Swan, que hallaran  humildes, Amargos, Niebla o el Inglés, habían violado su recinto; su conquista producía en el animo de los atacantes un verdadero vértigo de posesión, dentro, los defensores, conscientes de la gravedad de la hora, con un nudo en la garganta y el cansancio en los ojos forzados a mirar sin ver en la oscuridad de la noche, las sienes palpitantes y la boca reseca, ante la opción inminente de la victoria o la derrota. Sobre la puerta principal las armas  de la casa de Austria y el espíritu del marqués de Mancera parecían señalar con un dedo misterioso el imperativo de una responsabilidad cargada de resonancia imperiales; acá sobre la puerta de la batería de la Argolla, las armas de Borbón actualizaban en un hoy incierto paro impostergable el destino de aquel baluarte que por Dios y por el Rey habían jurado defender. Lo que se decidiría en una hora más, en minutos o en segundos no era sólo el destino de sus propias vidas, sino la causa misma del monarca, no sólo la de un singular Castillo, sino el dominio del Mar del Sur.

 

Eran minutos antes de la una de la madrugada del viernes 4 de febrero  de 1820. Simultáneamente estalló el fuego sobre las entornadas puertas de la fortaleza, erizadas de rastrillos, de hierros, de barrotes. Bajo el imperio de las voces de mando los defensores corrieron a concentrarse en aquellos precisos lugares; cierta brecha era otro punto de emergencia. Los asaltantes entre tanto, como en abordaje de una nave inmensa, asomaban sus cabezas tras las puntas de brillantes bayonetas a lo largo de todo su perímetro accesible. Junto casi con iniciarse el ataque a Corral ya sus asaltantes habían  penetrado al interior; contra todo principio de escuela, Beauchef no había dividido sus fuerzas en vanguardias, centros y retaguardias reservas o refrescos, no había  número suficiente para semejantes academicismos y la  intuición justificada por el éxito lo confirmaba en la certeza de la medida; en Austerlitz o Jena, en la guardia del Emperador, había aprendido a tomarse oportunas libertades. Al revés, como quien quema naves aventurándolo  todo, era todo el contingente patrio el que en un acto suicida se precipitaría dentro del Castillo con estudiado estruendo y algarabía. Los defensores debieron creer precisamente que encaraban  una vanguardia y la expectativa de otras divisiones posteriores debió quebrar su resistencia por efecto psicológico; físicamente el combate cuerpo a cuerpo, las bayonetas, obraron el resto. La rapidez con que se hizo palpable la victoria para los patriotas no significaría, como se ha  repetido, cobardía realista; las bajas dentro del recinto testimonian una defensa hasta la muerte, y la misma saña patriota, también tan repetida y enérgicamente reprimida por Beauchef, es signo no de barbarie, sino de ímpetu irreprimible  frente al enemigo feroz. Sería rebajar el honor de loe vencedores atribuir su triunfo a la debilidad de un enemigo pusilánime y no se entenderían las frases de alabanza tributadas a los vencidos por Beauchef ni la admiración y estimación ulteriores de Cochrane por don Fausto del Hoyo, a quien hubo que acorralar como una fiera, harto rato después de la derrota: los defensores de Corral fueron atrapados como en una verdadera ratonera; los muros destinados a contener a los atacantes habíanseles trocado en cárcel; había muertos y prisioneros, más que fuga, las heroicas banderas del Cantabria, del real de Artillería, del cazadores y del valdivia, con su añejo mote “todo el cuerpo valdiviano peleó en Chile por su soberano”, cayeron polvorientos pero no deshonradas: en triunfo serían envidias al día siguiente al Director Supremo como dignos trofeos de victoria.

 

 El primer cuidado de Beauchef fue la protección de los prisioneros, el comandante enemigo centró su interés: conversaron como hidalgos camaradas sobre los defectos de la defensa y las causas del desastre, que al español amargaba, sobre todo al conocer que había sido consumado por un contingente que, pensaba, sólo pretendía fastidiar. “Quién  hubiera creído –comento al francés- que se hubiese atrevido a venir a atacarnos con tan cortos medios”.       

 

Lo restante de la noche se pasó en una tranquilidad relativa en la cual los vencedores pudieron reponer parcialmente sus fuerzas en espera de la mañana  que debía permitirles rematar su obra. A pesar del éxito, lo que  restaba por hacer tornaba la victoria en algo incierto: Las armas patriotas habían tomado posesión de todos los Castillos del lado surponiente de la bahía. Cochrane a bordo de la Moctezuma y con el intrépido de reserva, penetraban  en el seno del puerto de Corral saludando a todas las fortalezas del Sur del estuario, que enarbolaban la bandera tricolor. Disparaban sobre ambas unidades los cañones del Castillo de Niebla y Mancera, el primero eje de la defensa septentrional de aquella bahía, aunque sin causar daños mayores. El intrépido alcanzó a recibir dos balas en el casco sin tener que desplomar la muerte de un solo hombre; por el contrario, la pieza de la Moctezuma se permitió el lujo de hacer blanco en una de las unidades enemigas, silenciándolos. Antes de las 8 de la mañana, ambas naves fondearon en Corral, donde había sido cogida, por razón de las circunstancias, la gran fragata mercante Dolores y el bergantín del Rey, al ancla en el puerto, aunque el último incendiado por sus propios dueños durante la refriega nocturna.

 

El Lord saltó a tierra en medio de las aclamaciones de quienes veían en su genio la prenda de una victoria completa. Un consejo de guerra convocado con la participación que determinaban las circunstancias había resuelto el inmediato envío de 100 solados de línea existentes en la plaza para reforzar el Castillo de Niebla. Estos fueron los que partieron en varias embarcaciones al mando de Fernández Bobadilla y se cruzaron a la altura de la Isla san Francisco con lantaño, cuando era transportado herido a Valdivia la noche del día 3  de febrero; Debieron llegar en la madrugada del 4 a tiempo para ver la entrada de las dos naves menores a Corral, y enseguida, a la majestuosa O’Higgins –sin hombres a bordo y con siete pies de agua en la sentina- que debieron suponer cargada de refuerzos. Al desembarcar Bobadilla en Niebla encontró que su guarnición ejecutaba el movimiento exactamente contrario, esto es, embarcaba con precipitación rumbo a Valdivia. El comandante hubo de disuadirlos y reorganizar una defensa en la que el estado de ánimo colectivo no era ciertamente el más adecuado para llevarla a feliz término. Vidal la quebraría más tarde tras una  débil resistencia; los dragones realistas se retirarían por tierra a través de la hacienda de Agua del Obispo, La Estancilla, El Bayo y El Molino, con destino a Valdivia.

 

 

LA COLONIZACIÓN ALEMANA.

 

Origen y primeros ensayos.

 

La idea de colonizar el Sur de Chile, habilitando con la traída de inmigrantes extranjeros los magníficos terrenos baldíos hasta entonces inexplorados, había germinado desde antaño en las mentes de los gobernantes Chilenos. Aun durante la dominación Española, don Ambrosio O´Higgins trajo como experimento una pequeña partida de Irlandeses que instaló en la naciente Osorno y el gobernador de Valdivia don Juan Clarke, en más de una ocasión, ofició seriamente a sus superiores la conveniencia de semejante medida. Durante la independencia, don Bernardo O´Higgins enfocó el tema previendo las proyecciones económicas y sociológicas que reeditaría al país su aplicación, pero sus patrióticas ideas, apenas esbozadas y sin alcanzar forma de proyecto, vegetaron como otras parecidas  durante la épocade anarquía política y los comienzos del régimen portalino.

 

Tocó al Presidente don Manuel Bulnes estructurar en leyes la iniciativa y a su sucesor, don Manuel Montt, el llevarlas a la práctica. Durantela administración del primero, el 18 de noviembre de 1845, fue promulgada la llamada “ley de terrenos baldíos”, punto de partida de la empresa y cuyos cinco artículos hacían posibles la aplicación de un proyecto elaborado el año anterior por el ministro don Ramón  Luis Irarrázabal, a instancias de don Bernardo Eunom  Philippi. 

 

Con los descubrimientos y exploraciones efectuados en la provincia durante la intendencia de don Salvador Sanfuentes y la propaganda que realizaba éste en las esferas gubernativas, desde su alto cargo de Ministro de Justicia, el Presidente Bulnes, con el deseo de llevar cuanto antes a la práctica sus ideas, comisionó a Philippi para que se trasladase a Alemania y contratara la traída de las 150 primeras familias, elegidas entre los agricultores, industriales y artesanos católicos que considerase más aptos. En las instrucciones pertinentes, redactadas por el Ministro del Interior, se estipulaba, además, que debían venir dos

 

sacerdotes, un médico y dos  preseptores para escuela, que el Gobierno de Chile costeaba sus pasajes y les daba exentas de contribución, por un plazo de doce años, predios agrícolas de diez a quince cuadras.

 

A pesar de las buenas intenciones de los que habían realizado esta gestión, ella fracasó al tratar de realizarse. En efecto Philippi, instalado en Cassel, gestionó en 1849 la traída de colonos, pero chocó con la oposició de los obispos de Munster y Paderborn, que prohibieron a sus feligreses la venida a Chile.

 

El segundo ensayo corrió por cuenta privada y consistió en la intervención de don Fernando Flindt, cónsul prusiano en Chile y gerente de la casa de Canciani y Compañía que, a insinuaciones de Philippi, había comprado la hacienda Santo Tomás, la antigua heredera de la familia Alvarado y Luque, en  Río Bueno, 1.000  cuadras de extensión, para la cual contrató en Alemania a 9 familias de artesanos.

 

Esta primera partida de inmigrantes llegó a Corral el 25 de agosto de 1846 en el bergantín Catalina, de la firma Canciani, y traía entre suis componentes a dos herreros,  un tornero, un carpintero, un constructor de molinos, un jardinero y un pastor de ovejas. La quiebra de Flindt hizo pasar a manos de don Francisco Kindermann la hacienda de Santo Tomás llamada ahora de Bellavista y este acaudalado alemán previendo el giro que tomaría la operación, instruccionó a su administrador, Juan Renous, para que se apropiara de los predios adyacentes, mientras él se dirigía personalmente a contratar en Europa nuevas remesas de colonizadores; aunque el sistema de apropiación violenta de terrenos que ejercitó este tratante estuvo a punto de crear graves consecuencias a la operación, a su superior don Francisco Kindermann le correspondió el honor de ser, en definitiva, el realizador de la colonización alemana en el sur de Chile. En contacto con los principales potentados de Berlín, con industriales de Silesia y con el conde von Reinchenbach, logró interesar a la Sociedad de Emigración y Colonización Nacional a favor de Chile, desviando la emigración alemana que, desde 1848, estaba dirigida a los Estados Unidos.

 

Importancia Histórica de la Colonización:

Llegada de los primeros Inmigrantes.

 

Al analizar el desarrollo de Valdivia, clasificando sus diversas etapas históricas según las circunstancias o acontecimientos más definidos que dejaron huella durante alguna época de su existencia, encontramos que el que es materia del presente capítulo fue, sin lugar a dudas, el más importante y venturoso de todos.

Después de haber tratado los progresos que en diversas oportunidades se había logrado bajo la dominación española, la poca estabilidad de ellos y, por último, la decadencia derivada del cambio de régimen y del abandono en que por diversas circunstancias se había mantenido hasta entonces a la provincia, encontramos también que sólo con ella el ritmo de prosperidad acelera en forma progresiva sin registrar, prácticamente, ninguna alteración dentro de su constante proceso ascendente.

 

Todo lo que se diga en palabras sobre lo bueno de la colonización es poco y sólo quien la estudia puede comprender en su verdadera grandeza el significado del acontecimiento que tan profundo cambio produjo en la riqueza nacional.   Coinciden en este capítulo ejemplos de inigualadas proporciones espirituales , tanto en alemanes como en chilenos y emociona el analizar un suceso que, dentro de sus modestas apariencias, encerró el nacimiento de una nueva modalidad sociológica y económica en el sur de Chile con notorias y beneficiosas proyecciones en el resto del país. La llegada de los primeros barcos de emigrantes trae violentamente a la atrasada Valdivia la civilización europea y la ciudad, en poco tiempo, pasa de la ascuridad a la luz.

 

El 30 de enero de 1850 entro a Corral el velero “Midleton”, procedente de Emden con las familias Guenther, Schwarzenberg, Buschmann, Mohr, von Numers, Seidler, etc, con un total de 40 personas. El 31 de agosto llegó el “Helene “, procedente de Hamburgo, con los Schnelcke, Fehlandt y Haefele; el 4 de octubre el “Steiwaerder”, también de Hamburgo; el 13 de noviembre el “Hermann” y el 9 de diciembre el  “Susanne”, con los primeros Boehmwald, Hornickel, Neumann, Mättig, Lincke, Siegle, Schilling, Belzer, von Muschgay y otros.                        

 

 

Bajar libro Toma de Valdivia.

Desde aquí. Usted puede bajar Libro del Padre Gabriel Guarda.

"La Toma de Valdivia" (1970).

 

www.memoriachilena.cl/archivos2/pdfs/MC0037256.pdf.

 


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